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Orihuela, Alicante, Spain

13.7.13

El poeta




 
Nos habían hablado a los de mi edad tan poco del poeta… Nada en la escuela, por supuesto, y apenas una escueta referencia, aséptica y como para salir del paso en el instituto, durante el bachillerato. Genial epílogo de la generación del 27, y poco más. En el año 1976, en “su pueblo y el mío”,  no era todavía políticamente correcto esgrimir con orgullo el nombre de Miguel, reivindicar su cuna, exhibirlo como oriolano universal. Al menos para una amplia mayoría, los ciudadanos de bien, los que no querían, ni en pintura, hacerle la ola al “rojo ese”. Al enemigo ni agua.

Pero precisamente agua y color, caudal de sentimientos y pinturas apasionadas, se pudieron sentir, saborear, en aquel año del 76. Porque en Orihuela también había paisanos del poeta que no se resignaban a ser bueyes, ni indiferentes desafectos, y decidieron –obviamente sin ningún caluroso apoyo oficial- hacer un homenaje popular al “sagal del Visenterre”. Cosas del rojerío.

Y estalló aquel año el color en el Barrio de San Isidro. Múltiples fachadas de sencillas y humildes casas del lugar se vistieron de gala. Del corazón y de la mano de muchos artistas, aquellos bastidores de yeso o cemento recibieron  húmedas pinceladas de arcoiris, que el viento del pueblo convirtió –por fin- en dentelladas secas y calientes, mordeduras al olvido.

Y brotó también un caudal de voces, de miradas, de complicidades, de música, de himnos… Recuerdo la Plaza de Santa Lucía, aquellas congregaciones nocturnas de gente ávida de sensaciones nuevas; aquella embriaguez poética, aquel sentirte flotar mientras escuchabas a Lola Gaos contar anécdotas –menuda roja esa también, tú- o te parabas a escuchar, a beber, los versos de Blas de Otero, o los Gabriel
Celaya, leídos por alguien con acento inequívocamente vasco… Y sobre todo la noche en que al llegar a casa desenrollé el conocidísimo retrato que Buero Vallejo hiciera a Miguel estando ambos entre rejas, y lo coloqué –rayando en el éxtasis- en una de las paredes de mi habitación, la primera que veía cada mañana al abrir los ojos…

Ya no tengo veinte años. Lejos queda aquella década de los setenta. Vivo en otro siglo, en otra casa, y al despertar ya no contemplo en la pared de mi habitación los grandes ojos de aquel preso que se hizo tan alto de mirar a las palmeras. Ya no tengo los bríos juveniles de entonces, aquéllos que me permitieron eludir –a patica viva- los porrazos de algún que otro uniformado que esgrimió su “delicada poesía” en La Glorieta, persiguiendo lomos en donde dejar bien selladas sus contundentes metáforas.

Ya no tengo veinte años, cierto. Y admito que tampoco aquella capacidad de embriagarme con idealismos, o con porros. Pero sigo teniendo los poemas de Miguel en mi mesita de noche. Y sigo leyéndolos a menudo, porque la mejor forma de homenajear a un poeta es leer su obra. Y hacerla tu compañera.

Ya no tengo veinte años. Pero este fin de semana próximo volveré al Barrio de San Isidro, y me mezclaré con la gente, incluso con aquellos que entonces estaban tras el matorral y ahora se hacen fotos oficiales y hasta son capaces de recitar de memoria cuatro versos de las Nanas de la cebolla poniendo cara de velocidad, ya me entienden. No veré a Lola Gaos, claro; ni podré escuchar al grupo Jarcha –emotivo su concierto en el Teatro Circo aquel año- ni los versos de Blas Otero…Pero vendrá conmigo  mi hija, a quien hablaré de Miguel Hernández, de sus cabras, de lo mal que jugaba al fútbol y lo bien que escribía el jodío… Y de la suerte que ha tenido ella de haber nacido en unos tiempos más civilizados, en los que no hace falta ponerte unas zapatillas deportivas –por si las porras- para ir a homenajear a un ser humano

Joaquín Marín

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