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Orihuela, Alicante, Spain

26.12.14

El jardín del olvido



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©  Joaquín Marín
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Ladera abajo




Tú sabes que todas las tardes se desploman, sucumben, besan los abismos —o los muerden— y se acumulan envueltas en niebla, allá donde mueren. Hoy, escondido detrás del árbol de mis dudas, he visto rodar yo la tarde ladera abajo, desbocada en un silencio que crepitaba mientras se enrollaba como esas flores de fría blancura que se devoran a sí mismas.
El crepúsculo, masticándome con furia, alimentándose con mi carne de invierno, me ha convertido primero en sombras de atardecer, después en roca, y aquí me tienes, ya me ves, ladera abajo, desvaneciéndome como un recuerdo improcedente.


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Juguete nocturno





Me miraba la fuente, lo juro, y con pupilas de periscopio; y me rasguñaba el tímpano su quejido de agua. Era imán su mirada, y no existían entornos junto a mí, sólo el hipnotismo de aquella cabellera en danza, aquel fantasma del vacío, con su sábana de plata líquida. Aquella lluvia enjaulada y doméstica, que escribía para mí cifras perdidas y versos resbaladizos, empapados de metáforas y peces confusos; que trazaba los garabatos juguetones de la confusión... Y el búho, entre los pinos, me acechaba. Yo era para él uno más de sus juguetes nocturnos, ay, uno de esos transeúntes de la madrugada, que abandonan el diván para salir en busca de los secretos de los amaneceres y de los trenes desesperados...





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La luna menos cuarto





Vuelve a casa, Cenicienta. Es ya la luna menos cuarto.


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Cerca del río





Al apóstol Judas lo vi ahorcado en la ficción, en el cine. Al tío Matías no; al tío Matías lo vieron mis ojos pasmados de niño sin truco, de verdad, tieso, colgado de un eucalipto en la trasera de su casa. Y aquella visión tan cruda desasosegó mi sueño durante muchísimas noches. Muchísimas. 
Ayer anduve paseando por la mota del río, mi escuálido Segura, y pasé muy cerca de lo que hoy es una simple cáscara de vivienda vacía y una vez fuera la casa del tío Tomás, el Panocha, de su mujer, la tía Carmen, la Narcisa. Y la del Mati y la Sole, claro, los hijos.


— Papá, hazme una foto con Choko... ¿Me oyes?

No te oía, hija. Estaba ausente en esos momentos. Estaba en la huerta de hace siglos, y tenía tu misma edad, y hasta un perro mil leches como el tuyo. El mío se llamaba Canelo, y me lo había regalado mi abuelo, que era muy amigo del Panocha, aunque éste mucho peor trovero que el tío Marín, la verdad sea dicha. 
No te oía, Nuria... porque los gritos desesperados de la mujer desgarraban la atmósfera de aquella mañana recién venida, y espantaban a los mirlos, y a los gorriones de los sembrados... y Sebastián y el Paquele ponían la escalera en el tronco del eucalipto apresuradamente, nerviosos, aunque todos sabían que era demasiado tarde, una furia inútil, porque el cuerpo aquel ya parecía simplemente un espantapájaros sin temblor alguno, exilado de cualquier tictac, huido para siempre. Y mi padre me decía tira pa la casa, no mires, Joaquinico...

El tío Matías, más fuerte que un toro, que mondaba los escorreores con más arrestos que cualquier otro, que podía con las escarchas y las heladas, con los rayos mortíferos de los soles de agosto y con las embestidas del río cuando el Segura se vestía de buey de agua y amenazaba sus bancales corneando los ribazos... el tío Panocha se arrugó de repente, se vino abajo cuando don Serafín, el médico de todos, de todo el contorno, le dijo claramente que su cuerpo, poco a poco pero sin tregua, era ya maderica floja, como de eucalipto precisamente, incapaz de enfrentarse a los corcones que ya venían royéndole con hambre insaciable. Sin remedio.

— ¿Nos haces la foto o no?
—Sí, sí. Venga. Llama al perro.


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Luz afrutada





Me preguntaron una tarde por qué soñaba tan oscuro, tan noche, tan mineral... Tal vez siempre habitó en mis venas un arroyuelo de piedras duras, que en su rodar suenan a ruidos de bosque, resuenan hoscos en la madrugada serena y fría. Algún día dejaré en herencia a quienes turbaron mi luz —y hasta la hicieron jirones—tristezas, escalofríos, el vértigo del pez espada inocente y el agua invisible, llena de escamas y veneno, en la que mis cuchillos desarmados lavan hoy la sangre de sus filos.

Y a ti, que nunca me preguntas nada, y sabes que no soy noche sino máscara, te dejaré redondas lunas de mi arbolito del sur, luz afrutada para tus manos celestes.


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La certeza de la lluvia







Sabes que esperaba de ti gardenias, violetas... al menos un manojito de claveles reventones, y tú eres de los que viven a medio mar —de dudas, de confusiones— y apenas si le regalas agrias flores amarillas, y gregarias. No es poco si has vivido en la soledad del desierto y ahora lo haces en la soledad de los polos, nieve fría y guitarra sin voz. Necesitas la certeza de la lluvia, la que borra las pisadas, y hasta los pasos que ella nunca dio. Necesitas que, además de los fuegos, exista la tibieza de la primavera. La leña y el mar no pueden arder juntos, ni compartir la misma cuchara para afrontar el futuro; por eso ahora lloras entre el polvo frío y trotas sin ahínco hacia donde corren los ríos, reptando sin brío entre el follaje reseco. Y yo, aunque sé que la amas, entiendo que no sepas qué hacer con tus manos vacías, dulces pero vacías, sin raíces; y que tengan barro las suelas de tus zapatos. No sabes transitar, ni en sueños, por los palacios...

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¿Y yo qué vengo a hacer aquí?





Entré titubeando en la tarde pálida y fría de los recuerdos. Buscaba secretos entre las horas desperdiciadas, los días que partieron, los meses que se convirtieron en años perdidos, y los años que se hicieron trenes con olor a muerto. Y entre todos los fuegos que lloré encontré tus brasas, tu alma deshilachada, cerrada a mí con las siete llaves de las almas ausentes. Y recordé tu viaje, aquellos rieles mojados y el olor de la carbonilla caída como nieve negra sobre la rigidez de las traviesas. Yo tenía catorce años, vivía con las arañas de tu frialdad, y mi corazón estaba fruncido, enredado en las corregüelas que nunca conocieron veranos alegres. Tu tren pasó rozando el ribazo donde me había sentado para esparcir mis ojos interminables por el horizonte. Era un adolescente funeral, supongo. Y tras el paso del último vagón, anduve sin moverme de nube en nube, soportando la lluvia terca que se adueñaba de mis cabellos y de la humildad de mi traje umbrío, y mi corbata de túnel tenebroso.

Y ya nunca más tuve tregua sin ti, aunque he aprendido a digerir las espinas, a ponerme los zapatos y traspasar las fronteras para entrar de vez en cuando, titubeando, en el reino de las tardes pálidas y frías de los recuerdos.


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Cascaruja



No sé qué ha sido de ti, vecina, si vuelas rozando las azoteas de las ciudades o estás atrapada en la grama de tu propio barbecho. A veces paso por delante de la que fuera tu casa, y ¿sabes? nunca la siento ya tan sonora como antes, ya no escucho los besos fucsias de las buganvillas traspasando la fachada, persiguiendo la luz. Los días son más pequeños, y no medran las uvas descolgándose del tiempo. Imagino los armarios vacíos de tu aroma, y las polillas matando tus estrofas y el hueco de tus trajes. No hay cáscaras de pipas y cacahuetes en el suelo, cascaruja pintada de carmín, porque tal vez en esta casa ya no habite la pulpa de los verdaderos labios, ni los dientes que juegan sin herir, ni la lengua que busca el vino y las mieles de otras bocas. 

Tu antigua casa resplandece al revés, como de silencio y de aséptica existencia, imparcial y distante. No cruje, clandestina, en las largas siestas, como yo la recuerdo, llena de sirenas y marineros borrachos; llena de ventanas con pechos de oro, de tatuajes, cigarrillos y caramelos de anís; llena de falsos insultos que corrían por la carne lisa, y de silencios color amor imposible...





Hoy reluce como piedra virgen, purificada en la lluvia blanca e inocente de la decencia, sin querer mirar hacia atrás, hacia la noche en la que tú saliste por esa puerta, y cesó el manantial de la guitarra, y al barrio —como ropa vieja— se le cayeron los botones, y la sonrisa.


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5.12.14

C'était l'hiver


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©  Joaquín Marín

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A lo lejos



Las ocho y media de la mañana. Es un día recién lavado, tendido al sol otoñal, perfumado a las finas hierbas y planchado con recuerdos de luna.
Como yo, inmóvil e indeciso, un pájaro humilde —apenas un manojillo de plumas— mira al horizonte, allá a lo lejos, esperando el sol disperso, todavía atrapado en la neblina, aguardando la caligrafía de la luz.


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Un cielo turbio



Entre morir y no morir elegí dar un paseo, viajar despacio, sin equipaje, a los inviernos en los que los navegantes se extravían y vagan sin destino.Había sobre el capítulo cerrado de mis ojos un cielo difuso, turbio, como cortado en pedazos, salpicado de nubes de las que no suelen aparecer los domingos y festivos. Mis pies, como hojas amarillas, se acomodaron al viento de la tarde, y en los renglones de las últimas sombras escribieron en huella mayúscula la dirección de tu sonrisa, por si alguien alguna vez, vestido con mis ropas, aceptase mi herencia y transitara hacia tu boca...


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Diciembre


Alguna vez fue diciembre, y no había ninguna silla vacía en torno a la mesa. El abuelo asaba generosos trozos de pavo —este trocico de buche pal sagal, si faltara pa pan— y la bota de vino no paraba ni un segundo; de tío en tío, de primo en primo. Las mujeres vestían de rosas sus mejillas. Y la fuente con las toñas de miel, los mantecaos y los turrones estaban allá, sobre la cómoda, junto al coñá y la mistelica.
El sagal del buche era yo, el zagal del tío Marín. Joaquín como el abuelo y Joaquín como el padre. La estancia olía a leña de limonero,  a gramizas y a la colonia de las tías, la Sunsión y la Maruja, que más tarde me llevarían a la misa de gallo...
Alguna vez, años más tarde,  volvió a ser diciembre.  Y ya la silla del abuelo estaba en un cornijal de la casa, vacía. Y su boina negra y su chaqueta de pana guardadas en un arcón, en el sótano del pasado. La bota de vino seguía viajando, pero era un vino amargo, como picado, agriado por la tristeza... Las tías, la Sunsión y la Maruja, no regaban ya sus arrugas con la colonia de granel, aunque irían —sin el sagal— como siempre a la misa de gallo, arrebujadas en sus negros chaquetones...   El sagal salía ya solo, con sus amigos a patear las calles, "no bebas mucho, Joaquinico"...  Se había quedado tan sin nadie, tan vacío, que aquella nochebuena  le lloraron las hojas de la noche mientras sus pasos, como piedras oscuran, rodaban desde la huerta hacia el centro de la ciudad, donde el Ginés le esperaba con una pandereta y una botella de sidra. Por si se animaba.
Ahora también es diciembre. Y prefiero callar...

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La fuga




En este muro inhóspito viví catorce meses y dos inviernos, padecí las desdichas de la soledad, mordí la inocencia del olvido y creo que hasta morí, aunque sea un tanto así. Ahora me doy cuenta de que no he sido un jazmín, sino una brizna de vida de mi dueño, y ya no reconozco los rocíos ni los rigores del agosto infernal del vivir mío. Los pájaros me miran y saben que soy de nuevo la antesala de un muerto en vida. Me cuesta creer en el futuro y mis manos ya no tienen fuego, ni siquiera piel. Es peligroso caminar, pero me escapo y quiero volver al vino de mi casa, a la calle sucia donde abrí los ojos, a los amores perdidos, aunque sean ceniza desarraigada. Huyo hacia atrás, porque el futuro se quiere convertir en la cárcel de mi pasado. Y me aterra.





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Fátima





Fátima sabe que no está en Fez, en su pequeña aldea cercana a la ciudad. Sabe que estas palmeras no son las suyas, aquéllas que le dieron cobijo nada más abrir los ojos, como quien dice, mientras se alimentaba observando la cara de miel, canela y almendras de su madre, y las lágrimas furtivas de la abuela Hasnae. Fátima está esperando a que sean las cinco para recoger a su pequeño Ahmed, a la salida de la escuela, y mientras llega la hora ha decidido dar un pequeño paseo por el contorno. Desde el patio del colegio, muy cercano, llegan volando a través de la megafonía sonidos de villancicos, algarabía sonora de panderetas, campanillas y voces blancas... Fátima no entiende de navidades, aunque es su tercer diciembre ya en estas tierras nuestras. Pero sí entiende de los olores universales, del suave baile de las palmas mecidas por el viento, del vuelo frágil y temeroso de los gorriones humildes... y cierra los ojos para agudizar todos sus sentidos... y regresar al ayer.

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La pobre ciudad en invierno




<<La Place Rouge était vide...>>    y los dos extendíamos nuestras piernas polvorientas de nieve mientras caminábamos bajo un cielo gris puro y duro. La plaza parecía una araña muerta entre el frío olor a matadero, sepultada en ceniza helada. Fumábamos nuestro último cigarro, compartido, mientras ignorábamos las noticias abrumadoras, las páginas de los periódicos, las voces extrañas en la radio... Sabíamos que se avecinaba la noche con sus dientes de pantera, y que en algún lugar de Moscú, en algún cabaret desahuciado, nos estarían esperando los demás españoles, algunos hasta bailarían patosos, entre el humo y algún tintineo espaciado de copas desangeladas. No teníamos ya —ni ellos ni nosotros, Rocío- un duro, y parecíamos seres fugados con sus únicas pertenencias, un pasaporte y unas fotos en blanco y negro de nuestros padres, y de nuestros barrios respectivos. Tú, además, la de tu perrita Linda, que tantos años fuera tu sombra, como tu alma de cuatro patas, contaste. 
Y yo conté antes de la última calada, que había crecido en una calle triste, contemplando diariamente el mercado de la verdura, la ferretería de mi vecino el asmático y viviendo pobres domingos sin monedas, otoños sin hojas que llegasen hasta mis bambas, inviernos color de difuntos, veranos en los que sólo venía hasta mi ventana la luna ciega, y primaveras... No me dejaste continuar. 

Fue el tuyo un beso fiero y desesperado, andaluz, con sabor a tabaco rubio de contrabando. El primero y el único. Y cuando lo recuerdo, como hoy, me pongo a bailar de nostalgia. 


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El aire que se deshoja


Me obligas a volar hacia el archipiélago del frío, hacia el cielo de las rocas de hielo, hacia esa ciudad vacía en la que ya no hay resurrección. Has conseguido que me rinda, que entierre mis primaveras  bajo la suela del silencio, donde ya nadie podrá contar historias amables de un hombre y una mujer, trajines de pájaros enemigos, ensoñaciones de los toros convertidos en bueyes... Todo molesta a tu imposible amor, hasta las sábanas revueltas, que alguna vez fueron tu júbilo, la razón de tu pecho henchido, de tu sonrisa... A mí también ya me molesta todo, hasta el caballo desbridado de la lluvia, y los negros trenes que se me escapan, desesperados.
Vuelve, me dice una guitarra abandonada... Pero ya es tarde, hace frío, y la puerta que he cerrado ya no existe. Soy ya fantasma en el vacío, y la señora negra que decapita las ilusiones me está mirando fijamente... y no sé esquivarla... No hay manera.

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11.10.14

Heraldos de noviembre

Joaquín Marín


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Fulles grogues




Volarán tus hojas, amarillas de soledad y escarchas frías, y caerán a tierra. Es la ley de los almanaques. Pero tu corazón no está muerto, late dentro de ti con la humildad levemente sonora de los besos ocultos, furtivos. Resistirá con la rigidez de los sarmientos, con el mutismo de los cementerios, bebiendo la hiel de las bóvedas oscuras que se descuelgan del tiempo.Callará mientras las savias lentas transiten sin brío por las callejas ocultas bajo tu corteza. Y algún día, cuando las piedras blancas brillen al sol tras las lluvias, las arterias se llenarán de vida y miel, y tu corazón respirará como el de los perales, los ciruelos, los cerezos...


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"...la luz y el equilibrio del otoño..."




Él se marchó en noviembre, y la piedra se cubrió de versos de oro, poemas de canela y miel y melancolía amasada en dulzura. Y tú ahora, con los pies enredados en briznas de flores mustias haces temblar tus labios musitando cartas que nunca antes leíste, tejiendo palabras de hiedra que nunca urdiste, inventando telarañas que puedan atrapar esos peces decididos y escurridizos, que remontan los ríos para recuperar sus orígenes... 


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Si os digo que sufrí mucho...




Aquella vez iba en serio la muerte. Y te miraba. Tus ojos eran álamos con temblor de campana. Tenías miedo. Hacía frío, y era redonda la tarde, preñada de augurios desangelados. El otoño había aplastado tu sombra contra el asfalto, y sonaban las horas en tu mente como susurros hueros, escapados de una guitarra desvencijada, sin bridas ni armonía. Te miraba la muerte, iba en serio, y tenías miedo...

Muerte, hija de puta, no te basta con tantos huesos?... 

Tu voz ya era angustia, sorda y aterrada, amarga, desarmada. Llovían agujas eternas en tu paladar desquiciado, en tu garganta quebrada como un vuelo de ave súbita. Y de tus ojos caían cifras perdidas, besos de ceniza, pájaros malheridos, horas secuestradas, llantos cautivos. Y te vi partir  con tu soledad mojada, galopando contra el viento sobre gotas sepultureras. Aquella vez iba en serio la muerte, hermano.

Y hoy, con tanto tiempo pasado, mi corazón ha caminado hasta el lugar donde alguna vez hubo sonrisas, fuegos, aleteos a la deriva de navíos de tierra adentro y las frutas de la pasión... Y ya sólo había una cruz sin la verticalidad que conduce a los cielos, y unas flores de plástico, doblemente inútiles, como mi lamento.

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La soledad que deja el día




Si te vas, yo voy a cerrar los ojos para no ver la hojarasca de tus huellas arrastradas por la acera bajo la lluvia que amé. Y voy a borrar de la pizarra mi corazón interminable. Dejaré crecer dentro de mí cereales nuevos para alimentarme sin abrir la boca. Y seré un ser oscuro, un pozo en el que la soledad anide sin estrellas.

Si te vas, yo no querré más besos, sólo ensoñaciones,  simples recuerdos leves, como zumbidos de abejas; calendarios desnudándose de sus estrofas pasajeras. No hablaré en ningún idioma para no sentir en mis labios el temblor de palabras que pronuncié a tu oído, para no referir historias de derrotas, de guerras sin sobrevivientes, de raíces vivas que acaban en rizomas de muerte.

Recorreré en silencio la ciudad muerta, si te vas, y contaré los cuervos que habiten entre las ruinas de las calles desmoronadas; respiraré el aire espeso de las desdichas, y los aromas asfixiantes de los jardines que perdieron las sedas, las pulpas, todos los signos de la belleza…

Dejaré que se agusanen los meses como lo hacen las manzanas olvidadas en la despensa, y regresaré al vino de los amores perdidos para no volver a ninguna cárcel, a ningún laberinto de vello y piel, a ningún pubis, a ninguna abeja reina que me devore después del éxtasis.

Si te vas, yo me esconderé en el reloj de un campanario, y una madrugada fría me despeñaré libremente, antes de que el alba me niegue sus primeras luces. Reniegue de mí, como tú, y no quiera retenerme en el amanecer de su pecho...


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Como entre vidrios rotos




No renuncio a la pasión de la primavera, pero ahora no hay nadie en esta casa y, mientras te espero,  me miran con cierto desdén los agujeros de las paredes —antiguos cuadros descolgados— , algunos trozos deshilachados de la alfombra, el almanaque sucio de la cocina, entre recuerdos de cebolla y bacon. 
No renuncio a la pasión de la primavera, no, pero en el jardín hay unas sillas cojas, y un perro apático como un caballo de cartón de mirada estúpida. Y una mesa taladrada por las gruesas goteras de los inviernos. Y libros sin deshojar.
No renuncio a la pasión de la primavera, pero, mientras llega, mientras regresas tú por el camino por donde alguna vez transitó la alegría, crujo como la ventana zarandeada por el viento, y bebo cerveza amarga mientras contemplo y mastico el hojaldre apenas comestible de la ciudad.


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La melancolía del pez inmóvil






Te sentías como un trozo de queso gris, toda tu alma gruyère, y todo lácteo tu sudor de hombre cansado. Pero abriste la ventana de tu tarde de otoño y, pisando la hojarasca sepultada en temores, te acercaste al mar. En él, en su regazo de corales fríos, dormían rosas mustias, mecidas por unas olas sin fe marina, sin timón ni brisas. En una esquina del crepúsculo vertían las nubes lágrimas azules sobre los paquidermos anclados al otro mundo, y tú cerraste los ojos para volver a las calles de tu infancia, a la ferretería donde vendían jaulas y regalaban caramelos de eucalipto; a los estrechos callejones que envejecían sin darse cuenta, meados por los perros canijos, sin dueño y sin ladrido; a las torres, que hablaban en voz alta, elevando hacia el cielo crujidos de incienso y aromas de campana; y a la placeta aquella, donde en las vísperas de soledades, bailabas en silencio bajo la farola, abrazado a la nada de tu niñez, tu adolescencia, tu mocedad…



Antes de ver el pez inmóvil de tu miedo, recordaste tiempos de cerezas, de muchachas diáfanas, de guitarras que brillaban en la superficie de los vasos de vino. Vinos rosados, los primeros; vinos recios, como de lobos de mar; vinos incendiados después, como de rosas púrpura… Vino, vino. 



Vino después la noche, y la luna se bañó ante tus ojos con sus albahacas marinas, de plata; y ejecutó sobre el espejo rugoso del agua la danza de su cara oculta, y te tendió su mano. Y, como en la placeta aquella, territorio en donde entierran las olas sus secretos, bailaste en silencio con ella, abrazado a la nada de aquel noviembre, casi tu invierno.

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La luz agoniza desde el amanecer








Me dejé retratar por el hombre del espejo. No me importó que me encontrara allí, de aquella guisa, tocando fondo en las patagonias de tu papelera de reciclaje. No me importó, no. Hay confianza. Y hasta posé tal cual, con mi condición recién adquirida de kleenex usado y tirado, de rotundo cero a la izquierda, tan ninguneado siempre. Y hasta le pregunté si sabía quién dicta los castigos para los lances amorosos, quién los pasa a cuchillo o a fuego… Le pregunté qué es mejor, ser esqueleto de serpiente o de pez payaso; qué es preferible, morir como abeja, como paloma torcaz o como nardo; soplar por los ventisqueros o temblar de miedo en los estanques donde braman los sapos cancioneros en celo; ser ojo, mano, calavera, tripa…



No me la das con queso, me respondió al fin, levantando el dedo del obturador de su mirada. No. No te disfraces de ciudad aniquilada, dijo; no inventes metáforas, porque no eres un anillo dorado muerto en el dedo anular de las desdichas; no juegues a ser raíz retorciéndose de sed en la oscuridad, ni a ser un herido más en la zarza del amor… No seas pose, no seas teatro… Sé muy bien que sabes adelgazarte como un delirio de violín, pero también sabes enterrar en el páramo huesos de la alegría, que prenden y repueblan la soledad de tambores y truenos inusitados, para erizarla con renovadas enredaderas tejidas con tus propias manos… No digas que no tienes sangre —además de la que rezuman tus heridas— porque con hojas muertas de tu jardín y un poco de agua sabes amasar besos que alegran hasta el dolor, que duelen hasta la alegría. Y labios y dientes que devoran como lo hacen las águilas hambrientas...


Tú no eres un kleenex, eres un fruto prohibido, un dios desamparado, varado en el lodazal de un amor hostil, preso con cadenas en tu propio edén, flor canívora que se alimenta de sí misma, girasol sin soles que te orienten, deshecha sábana de una cama salvaje… 



Eso me dijo el hombre del espejo. Y comprendí que no todo estaba perdido. Tal vez.



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Vuelve, me dijo una guitarra






Para soportar el silencio que ha clavado en tu alma esa mujer, te subes cada tarde a la cima de su ausencia, y oteas con desasosiego el horizonte agónico de tus débiles esperanzas, vanas ilusiones. Y te preguntas si el desahucio durará unos segundos más, una semana, todo un siglo... si será para siempre...

Y tus ojos se dirigen hacia las riberas, donde los ocasos queman cañizos, horas muertas y hombres deshabitados; y no descubres gentes alegres, niños en desbandada dichosa, tan sólo un reloj de arena macilenta que anda sin prisas, latiendo al son de su corazón oxidado. Y te preguntas por qué os mató la poesía una estrofa prosaica, aunque noble, que ya creíais pasajera... 

Y hoy tampoco encuentras la calle de su boca, ni el techo humilde que os cobijaba. Y te das cuenta que has sido simplemente un hombre de paso, transeúnte en el desierto de su piel pródiga. Y sufres al saber que detrás de la luna no se advierte el vuelo de ninguna paloma mensajera, y que te toca regresar, como cada crepúsculo baldío, al vino amargo de tu casa vacía, pintada de silencio gris condena; con los labios agrietados de tanto hueco de besos y de nombres innombrables. Volver, sí, abatido y caminando hacia atrás, hacia la cárcel, a habitar la celda inhóspita de ese pasado que ella no ha querido dejar entrar en su presente.


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So, come on back and see






Y muchos años después volví a aquel sitio. Y ya no me pareció ni sombra de lo que había sido. El tío Sebastián ya sólo era un recuerdo amarillo; ni rastro de su risa, de su pecho peludo, de las jaulas que construía pacientemente cuando dejaba en paz a los bancales y se sentaba bajo la morera. 

— Toma, Joaquinico, esta jaula pa ti.
— ¿Pa mí?
— Sí, pa ti. Bueno, pa tu casa. Pa tos.
— ¿El jilguero también?
— Claro, pijo. Y qué fino hablas, jodío. Jilguero dice el payo... Eso es una cagarnera , de toa la vida de dios.

La tía Pura, la Panocha, ya no amasaba aquellos enormes panes nutricios que eran gloria bendita, ni hipnotizaba a sus gatos con su voz envolvente, de bruja buena. Y sus hijas, la Montse y la Damiana, ya no cosían todo el santo día en el almacén de la parte trasera de la casa, ni hablaban en voz baja y pícara del Ramón, el lechero, tan buen mozo y tan tímido... Y su hijo, el pequeño de la casa, mi amigo Paquito, ya no me enseñaba a pescar anguilas, ranas o culebricas de agua en los azarbes o en la acequia de cal Trino; ni me dejaba darle caladas a los celtas cortos que le birlaba a su padre, el tío Sebastián, y que compartía conmigo, escondidos los dos entre los cañales, mientras hablábamos de los muslazos que tenía la Purita, la del Cherro, y el par de tetas de la Carmela, la Moña.
Me quedé un buen rato mirando la casa, casi sin reconocerla. Era devastación y ruina, un montón de escombros por el que sólo pude ver reptar en una huida perezosa, a la bicha, un pedazo de culebra bastarda. Y para poder situarme allí, décadas atrás, entre sus habitantes, que eran como mi segunda familia, tuve  que cerrar los ojos... y abrir el arcón de las nostalgias.

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Carrer solitari




No era ya el mismo pueblo. Y fue por eso un paseo extraño, nostálgico, tan triste... No solamente me faltabais vosotros, que ya sois ceniza y pérdida suficiente como para poner patas arriba mi alma huérfana; es que me faltaban también la abuela Herminia,  la tía Dolores, cosida a su eterna máquina de coser, los primos "y demás familia"... la pandilla, el balido monocorde de las ovejas y el ladrido recio y guardián de los mastines, el olor a hogaza y huesos de santo de la tahona del Cleto, el rumor sosegado de los azudes del río y hasta el tañido de la campana, encorsetando sonoramente la vida en blanco y negro de todos nosotros. 
No era ya el mismo el pueblo, padre; no lo era, madre. Y al dar por acabada la caminata, hasta la copa de vino tinto que me sirvió, en lo que fuera la taberna de Tono, un mozalbete lleno de tatuajes y desidia, me supo amargo. Mucho. 

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13.9.14

Cartas que nunca escribiré



Joaquín Marín


I

( A Ariadna )





Medina de Torrijos, octubre de 2033


...que él era fuerte, honesto, estable, leal, fiable, y que a mí me faltaba un hervor, que yo era inestable, más bien pusilánime y poco de fiar; todo esto me decías sin atreverte a mirarme a los ojos, como queriendo evitar herirme con el hielo de tu mirada... 

... que a pesar de eso me amabas... sí, sí, todo lo que quieras, pero un día hiciste la maleta y huiste de mí, fuiste a buscar la fortaleza, la honestidad, la estabilidad, la lealtad y la fiabilidad que no encontrarías nunca entre las sábanas revueltas de mi cama. Dijiste lo siento y te evaporaste para siempre... 

...Durante mucho tiempo, por tu culpa o por la mía, no sé, anduve a la deriva, convertido en giste de una ola errante, que besaba perennemente las arenas de todas las playas sin encontrar reposo, sin tener cobijo alguno...

... Hoy, fíjate, a estas alturas he pensado en ti...


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II

( A Luis)




Molinos de Vallecillo, enero de 2036


... aunque sé que no te servirán de consuelo estas torpes palabras, Luis. Imposible. Estos golpes tan crueles, no pueden mitigarlos las palabras, por muy sentidas que sean... 

Quédate, eso sí, con la convicción de que tú -bueno, vosotros- habéis hecho todo lo humanamente posible. Y si el cielo existe, seguro que Luisín está en él, con una sonrisa recuperada, y ya interminable...


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III

(A Teresa)
 



Higueruelas de Fenoll, otoño de 2037



 
...y claro que me acordaba de ti, siempre, a todas horas, obsesivamente. Estábamos a más de dos mil taponicos de ron de distancia, pero yo te sentía cerca, como un tatuaje en mis adentros. Todos los sonidos, todos los aromas, todas las horas muertas me llevaban a ti, a tu boca, a tus pechos, a tus abismos, a los crujidos de nuestros esqueletos en celo...

...y soñándote aquella ciudad era entonces menos extraña. Te inventaba en sus esquinas, en sus replacetas minúsculas donde sólo hablaban los silencios y las viejas piedras irregulares de las sillerías. Yo ponía tu rostro a cada mujer que se cruzaba en mi camino, y les sonreía, y hurgaba en sus ojos con insolencia, los vestía con el azul mediterráneo de los tuyos y me bañaba en ellos aun en pleno invierno, y fundía el hielo de los asfaltos con el fuego de mis pisadas, que siempre se dirigían a ti... y me engañaba a todas horas, diciendo en voz alta que no, que no nos habíamos separado, que yo no caminaba por una calle checa estrecha, qué va, qué va. Yo estaba volviendo -como cada día- de la imprenta por el Carrer de Maig hacia nuestro cuchitril, con un par de vasos de más y con mi rizo rebelde sobre la frente, juguetón y pícaro, como un rabito de cerdo, decías...

...te quise mucho, aunque no me creyeras entonces, aunque quizás hoy, leyendo esta carta que no sé por qué te estoy escribiendo, no lo creas...
  

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I V


( A Violeta)



Dehesa del Marqués, junio de 2039



...me preguntas por la foto que encontraste en un cajón de tu casa de Estepona, y que lleva mi firma. Ufff... Ha llovido, primica mía...

...y lo recuerdo todo como si hubiese ocurrido ayer mismo, no en aquel viernes de septiembre del ya lejanísimo 2014, viernes 12, exactamente, Violeta. Nilo era entonces el gato preferido de mi hija, los otros eran eso: los otros, simplemente los demás,  gatos más bien independientes y a menudo ariscos. Demandaban con tozudez e impertinencia su ración de pienso y... "cariños los justos". Nilo no, Nilo, que apenas llevaba con nosotros dos meses escasos, entre Nuria y Charo me lo metieron en casa por todo el morro, era un gato abandonado, con apenas un par de meses. Y era guapo el jodío, lo admito, por dentro y por fuera; marrón y blanco, atigrado, con rabo de zorro siempre erguido en forma de plumero, con ojos inteligentes de color ámbar, con su porte egregio, su chulería gatuna... y sobre todo su carácter. Era dulce, cariñoso, juguetón, apegado a las personas, valiente...

...y una tarde le atacaron dos perros en la misma puerta de casa, uno pequeñajo y el otro de talla media, mitad lobuno mitad hijoputa, que fue quien le zarandeó varias veces, atrapándolo con sus fauces y lanzánolo por los aires, como si fuese un pelele de trapo. Llegué tarde a su rescate. Era ya muñeco roto. Se nos fue un par de jornadas después, a eso de las dos del mediodía. Veníamos de Valencia mi hija y yo, y lo  encontramos ya al otro lado.  Nuria no quiso ver cómo yo abría a golpes de azada un hoyo en la parcela vecina, un erial lleno de matojos y piedras, y enterraba en él, mientras escuchaba el llanto desconsolado de mi hija mezclado con el terne gorogori de las chicharras, el cuerpecillo vencido ya definitivamente de su querido gato, su Nilo, ocultando del sol de la vida aquellos ojos abiertos al infinito de la nada...

...y pasó la tarde lentamente así, con sus llantos intermitentes, sin parar de contarme sus recuerdos, sus vivencias con el ser recién perdido. Ya bien entrada la noche, encontró fuerzas para hacerle unos dibujos, y escribirle unas palabras de despedida. Me pidió unos folios, sacó su estuche escolar y anduvo un buen rato atareada... De vez en cuando pronunciaba unos Nilos apenas perceptibles, temblorosos, entre suspiros... 

...y el sábado a mediodía me pidió que la acompañara, que quería dejar los folios sobre la tumba del "pequeñín de la casa", el amigo que ya no íbamos a poder ver crecer. No quería ir sola. Volvimos a casa en silencio. Ella lo hizo llorando desconsalada. Yo, a pesar de que ya llevaba por entonces en mi vida algunos perros, algunos gatos y algunas historias enterradas, regresé esquivando a duras penas la lágrima.



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V

(A Martina)


Miajadas de los Infantes, septiembre de 2032
...

y aquella tarde de verano, cuando nos cantaste a ella y a mí tu largo repertorio, yo estaba feliz, auque no os lo pareciera, porque los seres tristes y taciturnos parece que nunca gozamos ni tan siquiera de un minuto de felicidad en este valle de lágrimas, perdona el tópico. Tú también lo estabas, feliz me refiero; por entonces yo te conocía perfectamente, descifraba sin titubeo alguno tus silencios y tus voces, tus ademanes francos y tus simulaciones, y para mí rezumabas aquella tarde gozo, dicha, euforia...  ahora disimulas mejor, vibora, me engañas frecuentemente, ya no sé ver bien cuándo vienes o cuándo vas, eres hábil con los disfraces, tunanta...

Ella también disfrutaba de aquel momento, de tu concierto, seguía el ritmo con todo su cuerpo y toda su alma, y sonreía sin dejar de apreciar cada una de tus evoluciones, y de la letra de cada canción... y me miraba a veces con el rabillo del ojo, pícara, cómplice y cercana, sin serlo parecíamos una familia, dábamos el pego...

... cuando nos cantaste a ella y a mí, ya te digo, llenando el salón con tu voz y tus gestos teatreros, yo hasta llegué a pensar que el viento soplaba a favor de los tres, la verdad... ignoraba que con el tiempo me convertiría ante los ojos de la gente en un tahúr irredento, en falsa moneda, en un eterno ser con doble fondo... en este tipo solitario en que me he convertido, que no tiene quien le cante ni le llene el salón de primaveras. En barbecho.

... Pero bueno, me alegro que a vosotras os vaya bien. Cómo no me iba a alegrar... 

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Sesenta años y un día





Es día de Nochebuena. Cumples hoy sesenta años y un día. Estás en libertad, Pedro... Y sonríes. Eso es lo que has pensado al despertarte, que a partir de hoy ya estás libre de horarios, de compromisos, de tareas impuestas... Todavía no se filtra la luz del día por las rendijas de las persianas. Es muy temprano. A tu lado,  duerme profundamente María Antonia; escuchas su respiración pausada, sientes la calidez de su presencia junto a ti.
Sesenta años y un día. Suena a una larga condena, sí, pero no se trata de cárcel, de un tránsito lento como un paquidermo en un centro penitenciario. Se trata de un cambio en tu vida que te ilusiona, que has merecido, que ya puedes acometer y que piensas protagonizar intensamente... Por eso sonríes, y abres los ojos como para traspasar la oscuridad.
Te apetece hoy más que nunca subir a la Cruz de La Muela, y a diferencia de otras veces, quieres hacer el trayecto sin compañía, en solitario. Tú y tus circunstancias... Hoy te vas a meter en los pulmones todo el aire serrano sin compartirlo ni con Manuel, ni con Miguel, ni con el compare Joaquín...
Sesenta años y un día. Enciendes la luz de la mesilla, y te incorporas cuidadosamente.  Y luego buscas la sudadera, el chándal, las botas... te vistes, preparas tu mochila... desayunas y sales de casa.
Están vestidas las calles con las gasas de una ligera neblina, es como si la ciudad anduviera envuelta en incienso. Sigue Orihuela aún adormecida, prácticamente solitaria, aunque ya se reflejan en los cristales las primeras luces del día. Conduces sin prisa hacia Montepinar, y piensas que cuando bajes del monte pasarás un momento a ver a tu madre. Siempre te reconforta charlar un ratillo con ella, y más aún en días como el de hoy, tan señalados...
Aparcas el coche, coges tus bastones, te embozas bien para protegerte de este viento traicionero de diciembre, que lame la mañana con su frío filo de navaja. Y, como tantas veces, acometes el sendero de las minas.
Sesenta años y un día.  Has dejado atrás la ermita, y piensas en el paso del tiempo, veinte años son nada, dice la letra del tango. Puede ser. Pero sesenta ya son algo, vaya si lo son. Y es una fortuna poderlos cumplir así, como tú, trepando como las cabras sierra arriba.
Empiezas a serpentear por el rosario de curvas empinadas, camino adelante, unas curvas que hace algún tiempo os molestasteis en numerar tú, Manolo y el compare Joaquín, como señalando las estaciones de un via crucis para senderistas. Y al llegar al Calvario —ya puestos a seguir con el símil— hoy has querido detenerte, sentarte un rato al abrigo de la base de cemento de la Cruz emblemática, y has contemplado el paisaje. Es como si hubieses abierto, en cierto modo, el álbum de tu vida. Sesenta años y un día.
Ahí abajo está el Rabaloche, Pedro. Ese racimo de casas tan diferente a otros lugares hermosos por los que has transitado. No es Buenos Aires, ni Rotterdam, ni Oslo, ni Londres, ni La Patagonia, ni Marruecos, ni Tailandia... No. Es más, es tu geografía interior. El Rabaloche es tu raíz. Es tu cuna, tu ADN. Ese  barrio que hoy evocas con recuerdos en blanco y negro. Te ves salir de tu casa, cruzar la calle, dirigirte al convento de Capuchinos y desempolvas vivencias infantiles y de mocedad. Ahí siguen las charlas con los frailes, sus voces y sus rostros, su olor, sus hábitos, sus plegarias, tus confesiones, sus penitencias, la semilla que cayó en tu corazón e hizo de ti una buena persona... Vuelves a tu pandilla, a tus partidos de fútbol en aquel patio polvoriento, a los primeros cigarrillos furtivos, a los pecados veniales, a las meriendas de pan y companaje... Ahí tienes, Pedro, tu casa, tus escenas familiares, tus padres, tus hermanas, tus libros, tus cuadernos de clase, todo un universo...
Y mira ahí. Santo Domingo. El Escorial de Levante, ya sabes. Ahí está tu padre, en su trabajo, ganándose el pan. Y estás tú, reconócete en esos claustros, en esa iglesia, en esas aulas; fuiste allí alumno y fuiste allí maestro en los albores de tu vocación cumplida, de tu labor como docente. Ahí los tienes,  están todos, tus profesores , tus compañeros, tus alumnos... tu celda en aquel panal de abejas colmeneras. Sesenta años y un día.
Mira ahora un poco más allá, a la derecha. Es la torre de la iglesia de San Agustín. El Colegio de Jesús María. Allí, en ese centro, te formaste profesionalmente, allí seguiste tus estudios del Magisterio de la Iglesia. En el interior de esos muros, si te lo propones, percibes nítidamente multitud de momentos imborrables, de anécdotas, de voces, de proyectos en ciernes, de objetivos cubiertos, de compañerismo, de ilusiones e ideales... Ahí tienes a tus compañeros de promoción... A tu eterna compañera de viaje.
Mira también un momentín para allá, huerta a través. Hacia Beniel, la localidad vecina y murciana, al Colegio Antonio Monzón, donde recibiste el bautismo como profesor de la Enseñanza Pública, con tu especialidad de Lengua Castellana y Filología Francesa.
— Bonjour. Je suis Pierre, votre professeur, et toi?
— Je suis Ginès, et j'ai douze ans.
— Très bien, Ginès. Tu parles très bien.
Sesenta años y un día. Monsieur.

Y por fin miras allá al otro lado, a ese racimo de viviendas plantado en plena huerta oriolana, entre un mosaico de vergeles verdes, ocres, sienas. Tu mirada sigue el camino que la serpiente húmeda de nuestro río recorre desde Orihuela hasta rozar Molins, reptando sin prisas y casi sin fuerzas hacia Guardamar. Y te quedas contemplando tu pueblo, porque eres oriolano del Rabaloche, pero también molisero. Treinta y cuatro años de tu vida en esa, tu segunda casa, te dan sobradamente derecho a la doble nacionalidad, maestro.
Ahí está Molins, sí. Ahí, justo donde unos hilos de humo blanquecino ascienden retorciéndose hacia el cielo, como saludándote en este instante. Alguien debe de estar quemando unos rastrojos.  Ahí está tu escuela. La de veces que has transitado por la carretera hasta esa escuela, alimentándote de azahares,  de rumores de acequia o silencios de sequía, de rocíos o escarchas, de besos de lluvia o mordeduras de la calor... Sesenta años y un día, don Pedro.
Allí terminaste de forjarte como maestro, como educador en el amplio sentido del término. Te ganaste al pueblo, pero él también te ganó a ti. Empezaste instruyendo y educando a unos niños, y has rematado la faena con los hijos de aquellos primeros alumnos. Ahí, además de las criaturas, se te quedan compañeros, compañeras, padres, madres, abuelos, abuelas, conserjes, inspectores, y tanta gente que te saluda por la calle o en el bar mientras tomas café con un cercano "qué tal, Don Pedro", con la mano tendida,  con la mirada afectuosa.
Sesenta años y un día. Y aunque ya no tengas que retornar por obligación a tu escuela, estás pensando que allí volverás de vez en cuando para reencontrarte, que no te vas a desligar en absoluto de tu corazón ni tus asuntos, por decirlo así. La sombra de Molins para ti es luz, y la luz de Molins es alargada...
Ya va siendo hora de regresar. Te yergues, te echas la mochila a la espalda y lanzas una última ojeada antes de iniciar el camino de regreso.
Y diriges entonces la mirada durante unos segundos hacia el convento de San Francisco, hacia las puertas de Murcia, hacia la soledad vegetal de los cipreses del cementerio... Y suspiras... A veces, el maestro cuando pasa lista, tiene que poner falta. Y algunas son de las que duelen, Pedro. Pero hoy no, hoy no vas a ceder ni un palmo ante la tristeza, por eso sacas el as de la manga que guardas para las rampas más duras y le das una estocada a la pena en todo lo alto. Hasta la bola, pijo.
Y desciendes como has empezado este día que ha colmado tus sesenta años, con una sonrisa, con esa sonrisa con que a veces regresan a casa los profesores cuando tienen la sensación del deber cumplido, y recitando por lo bajini y de memoria la larga lista de los alumnos que vas a tener a partir de hoy en el aula de tu corazón, dando sentido a tu vida, a tu futuro...
María Selma, Maria Antonia Lizón, Pedro García, Alejandro García... y un larguísimo etcétera, tu corazón es amplio. Espero que también ande por ahí, cerquica de la mesa del maestro, ese tal compare Joaquín, que se acordó de ti cuando cumpliste... sesenta años y un día.

Sesenta años y un día    Joaquín Marín, abril 2015




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