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Orihuela, Alicante, Spain

28.1.15

Las horas sin jardín



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©  Joaquín Marín
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Rumor




Hace ya tanto tiempo... Olías entonces al desgaste de la goma lisa de unas zapatillas humildes, a leche de cabra, a almacén de grano, a sudor de sotanas, a achicoria, a celtas cortos y ensalada de lizones...
Ahora, en tus noches ventosas de tardío enero, escucho chirridos que muerden mi presente, mudos bocinazos que deshinchan los ventrículos hipertrofiados de mi corazón de vagabundo sedentario.
Ahora posas para mí, y te alquilo por horas para reírte y llorarte, y —si no fuera indecente en estos tiempos que corren— para escribirte un imperfecto poema perfecto, falsa mía.


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La pérdida



Una rápida huída clarea en tu calle. Se levanta un rumor junto a tu puerta, como si un pequeño mar temblara a solas, ignorado por los dioses. Palpita tu ausencia, y mis fuerzas se rompen bajo mis pensamientos. Te cerraste como un fruto seco, y tu adiós no es comestible.
Te echo de menos. Y tú sólo me hablas desde tan lejos... con una voz vieja, de décadas olvidadas, como olas que golpean la soledad del mundo. Y lloras por mí, por ese ser en que me has convertido, por mis ojos deshabitados que ya no miran, y que sueñan con pavor el desvarío de su propio silencio.


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Esas cosas irracionales



No me gusta que te calles, ni que estés como ausente, tal vez porque yo no soy poeta, ni nací más allá de los océanos, ni tú te apellidas Urrutia... Prefiero que en los malos momentos me des la limosna de tu sonrisa, el trueno de tus palabras, el tornado de tus caricias... esas cosas que los poetas y los justos llamarían irracionales. Me gusta que me hables y que estés como presente, que hurgues en la matriz de mis penas, que peines mi retrato, que me fusiles al amanecer... a beso limpio, para escribir los versos más alegres al alba. Tonterías mías, de simple ser vivo. Y rural.


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Como regresando al beso




...Y pasó ligero, como una aventura, como un amor sencillo, como un salto irreflexivo al vacío. Y yo lo miré lento, como un lluvioso domingo de invierno sin ti, sin nadie. Lo miré sin prisas, como regresando al beso escondido en un libro de páginas amarillentas; como cuando salgo a la calle silbando, sin nada más que hacer —salvo mirar a las muchachas que estrenan escotes y sonrisas— o bebo la copa de vino blanco que tú me ofreces junto a las cerezas de tu sonrisa de niña mala.
Y pasó ligero, sí. Él sí. En una radio cercana alguien hablaba de cómo iban las cosas por Jordania, creo recordar...

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Sereno




Veo una ciudad levantina desierta, deshabitada por horas, con boquetes de olor a vacío. Un joven, como el que yo fui, camina fuera de cobertura, como un triste estropajo, un astro sin aceras que conducen al mar. Tal vez se llame Andrés, o Práxedes, tenga uso de razón y una cita a las cinco de la tarde, hora taurina.
Lo miro, me siento cansado de inventar historias sin fuste, pero tengo aliento suficiente para convertirlo en héroe anónimo y cotidiano, para otorgarle la capacidad de salir del hastío y convertirse en un texto que vence a las fogatas, a las fúlgidas llamas de los fracasos, al peso muerto de las nubes negras que se enredan en los campanarios...

Son las diez de la mañana. Y sereno


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Tu alfanje húmedo





Te he mirado en el instante anaranjado de la contemplación y los regalos mutuos. Tú me das tu curva, tu miel de manzana, tu alfanje húmedo que ya no hiere y las buenas tardes... Y yo, fundador de tristes reinos de fantasía inútil, te ofrezco a cambio, en silencio, algo de mis sueños y mi sangre, poca cosa, apenas una rosa de pasión mordida sin pasión, y uno de esos besos de los que poco a poco me voy despojando.


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Eternidad fluvial




Te estancas, te enciendes en las tinieblas, respiras raíces y recuerdos... pero todavía no has visto el mar. Curas las cicatrices de esta ciudad, aplacas los furores de sus noches, fundes sus témpanos poblados de campanarios y voces que rompen los silencios, te vistes de azules en la eternidad fluvial de su recinto... pero todavía no has visto el mar. La mar.


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La sangre de las aguas muertas




A veces lanzo mis ojos al agua, a los rizos húmedos de tu agua, y en ella descubro la sangre de las almas muertas, el oro desteñido de aquellos viejos palacios que se ahogaron en tu curso, en tu transcurso; y la maraña de horas encendidas en territorios secretos, donde llora el nardo, la paloma, el guerrero desarmado...

A veces tú y yo inventamos historias murmurando silencios en la lengua de las aguas duras y las miradas de los peces de tierra adentro.



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En las esquinas de la sombra





Mojé mis ojos en el champán de aquella noche, y los dejé vagar por tus calles, por tus fuentes, por las plazas y parques donde se esconden las voces de tu pasado; mis ojos vagando, sí, como dos aves claras, embriagadas de tu atmósfera. Caías sobre mí gota a gota, a punto de nieve, como acero fundido en el asfalto mientras sueña con los manantiales, y las bahías...
Mojé mis ojos silvestres en tus rincones y miré al prójimo, a sus pisadas de fugitivo en las esquinas de la sombra, a las estelas amarillas sobre el silencio de las piedras, a las estrellas frías que nadaban en los surtidores y nos saludaban —a los otros transeúntes y a mí— rompiendo el protocolo de las aguas benditas y la timidez de las pequeñas ciudades en enero.


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La hiel de la luna






Hablas con el tono justo, con el latido de luz que penetra con claridad en mis oídos. Y callas con el silencio justo, con el reposo nupcial cuando la hiel de la luna se ha derretido. Respiras con el compás justo, con el aire de las flores cálidas que quisieran ser fugitivas y alcanzar alturas insondables...
Alimentas con los ingredientes justos, la harina que llega a convertirse en rebanada nutricia, el agua que sabe empapar hasta el delirio mis sueños, y luego se convierte en vino; la sal que inventa océanos en los charcos de mi calle, tras las lluvias... Y la miel, que me inyecto en vena para que no me amarguen las uvas amargas de la vida.

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Nunca mueres del todo




Descalza, recién levantada, abandonas la casa y caminas hasta el espejo del lago. En él te sumerges después de despojarte de tu traje de ciudad quemada, en él te purificas, clausuras tu mundo anterior, tan desprovisto de racimos de aromas y ramilletes de sueños dulces.
Sumergida y aguantando la respiración te entregas al placer líquido reservado tan solo a las diosas del mar, a las sirenas que entonan cantos salinos, como centellas de salitre, para jugar con la muerte, que es su vida eterna.
Pero nunca sucumbes, nunca mueres del todo; sabes que en el cieno del fondo te espero con el fulgor de las rosas de agua, te aguardo para ceñirte la diadema de los pétalos de estrella y los cálices de oxígeno. Para darte vida.

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Historias ciegas




Te busco en las noches de enero, en la soledad desnuda y deshabitada de las campanas de frío. Hurgo en tus venas de cemento como en una selva de enredaderas y sorbo tu sangre de ciudad dormida, flor de colmillo. 
Te busco para que me hables de tus tiempos rotos, de tus trigos y tus cienos, de tu lengua muda que lame la espesura de las ilusiones muertas.Te transito en esas horas en las que has echado el cierre, cuando las raíces crecen en la oscuridad, cuando mientras me cuentas historias ciegas, los árboles del parque cobijan en sus ramas a las aves sin savia, como si se tratara de frutos prohibidos hasta el amanecer...

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La ventana abierta




Sé que a veces, perdido entre rascacielos, escaparates, cláxones y guiños de neón te detienes. Aterrado, buscas auxilio en la oscuridad de un portal, respiras hondo y cierras los ojos... Y regresas a la ventana abierta al cuadro de tu infancia, a la pinada del cerro, a la alfombra de romero, a las mariposas, a las nubes, a los rizos del agua, al revuelo zumbón de las abejas, al canto del cuco, al vuelo de las abubillas, al trino de los gafarrones, a la leche espumosa de la cabra...

Y luego sigues hasta la oficina.

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Lutos y luces



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©  Joaquín Marín
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El beso





Mientras te esperaba miré a lo lejos, a la inmovilidad mansa del horizonte. Se besaban el cielo y la tierra con labios encendidos, como si de un beso desesperado se tratara.

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Un aire oscuro





Eran las seis y veinte de la soledad. En el cielo sólo quedaban ya los esqueletos olvidados de las horas precedentes; habían ardido sin prisas, como el carbón. El sonido dolorido y afónico de una campana remota azotaba el aire, un aire oscuro como manchado de humo. 
A las seis y veinticinco escuché los pasos lejanos y cansados del crepúsculo. Se acercaba a mí convertido en mendigo ciego, buscando a tientas las rendijas de las claridades. Al llegar a mi altura le ofrecí mi botella de vino amargo. 
Ahora somos amigos. Y borrachos.

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Os pesa tanto la vida que ya transitáis despacio por las aceras, como hojas expulsadas del árbol paraíso, condenadas ya al trote eterno, al agua imposible, a la sed.
Os recuerdo cuando por vuestras venas corría veloz el goce sin descanso, cuando vuestras manos apresaban el mundo, cuando convertíais las noches vírgenes en madrugadas puras de tanta impureza, cuando amábais por los rincones de pie, de rodillas, de pensamiento, obra u omisión... Os quemaba la sangre, y con ella hacíais arder Troya...

¿Qué ha pasado? Salta el sol de rama en rama y ya no os roza, ya no os pasa a cuchillo con sus rayos de fuego. Ya no estáis. Ya no sois...
Como hojas expulsadas del árbol paraíso, repito, os perdéis por las últimas aceras, a merced de la última ráfaga del insensible viento.

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1.1.15

Eneros

Joaquín Marín


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El regreso




Regresó al fin, regresó con la lentitud del viejo elefante y tal vez con la misma intención. Desanduvo el largo camino con cicatrices todavía en carne viva, buscando la raíz que le amamantó en aquellos tiempos distantes, perdidos en la memoria como las alondras en el frío. Con hambre de filo furioso cruzó el racimo de canales roídos por la tristeza, enredados en el ayer como lianas indomables y sació su ansiedad mordiendo la hierba de su jardín original...
Me dijo que su casa, la vieja casa, solitaria, le pareció un panal de miel herida, pero que el sol besaba sus paredes y su tejado y la sombra era blanca, y poderosa. Y también que tenía intactas las fuerzas, las ganas de arar los días, de regar las noches, de podar las madrugadas y de recolectar la almendra de cada crepúsculo... Entonces le miré fijamente: y reviví azahares, porque su voz me pareció rumor alegre de renovada primavera.


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Tu calle





Me cuentas que tu calle, como la mía, "tiene un oscuro bar, húmedas paredes"... Y creciste en ella, bailando tu peonza en las caries polvorientas de su calzada, dando patadas a un balón de reglamento, y acariciando chuchos callejeros, a los que cantaba Cortez, de pelajes tristes color café, o malta. 

Me cuentas que con el paso del tiempo, alguien encerró una amarillenta bombilla en un farol y os regaló la luna. Y las noches dejaron de ser tan solitarias y salvajes como antes del milagro. 

Me ofreces de pronto un cigarrillo y dejas que tu mirada se bañe en la fuente adormecida. Y tras la tercera calada, calada de silencio, me cuentas cómo una noche rompiste el farol de una pedrada certera... para poder festear a gusto con la novia, al amparo de las luciérnagas envidiosas, que no os quitaban los ojos de encima nunca.

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Azul turquesa



Le regalaste unas horas al semisol de la lenta tarde. Le hablaste de esos mundos olvidados bajo el agua, de los pianos desafinados, de los trenes descarrilados, de los aires que se deshojan. Le confesaste que a pesar de todo no habías perdido la sonrisa, ni la fe; que confiabas en los rocíos de muchas mañanas venideras, en conquistar tierra firme con tu alma, libre por fin de los lutos rigurosos...
Y entonces él se hizo viento pícaro y osado. Y alborotó tu cabellera, y sopló por tu nuca, y desabotonó tu blusa azul turquesa... Y más. 







En la ostra de la madrugada






Si fueras tan grande, tan vasta, que en tu extensión nunca se pusiera el sol, no me gustarías tanto. Te prefiero así, sencilla y pequeña, tesoro nocturno que cabe en la palma de mi mirada; así, escondida en la ostra de la madrugada, diminuta criatura de lunas llenas, lecho para el noctámbulo, vicio sin pecado para el caminar casto, seda de telaraña en la que caer preso y no morir en el intento. De fuga.





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Por la arena de tus sueños




Te gustaba la paciencia de aquel cielo, amabas la quietud del lago, y la tarde, que ardía con ojos secos, sin concederse importancia. Me invitabas a ponerle nombre a los besos, a estar de acuerdo al respirarnos, a florecer juntos en las carreteras, en los puentes, en las ruinas de los edificios todavía no construidos...

Te gustaba correr descalza por la arena de tus sueños, acechar la luz para cazarla como mariposa incauta y confiada, susurrar en las orejas de los días nublados palabras de claridad espumosa, hacerle preguntas al viento de poniente y agrandar la mirada para cerrar los ojos y dormirte, abandonarte a los jazmines de la neblina nocturna...

Y a mí me gustaba pertenecerte.


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Huellas



Te busqué en las fuentes. Me dijeron que estabas dentro, y te busqué en las ondas desnudas donde anidan las sirenas que se han extraviado. Busqué con ansias las huellas de tu carne lisa, la estela de tu caminar limpio como los guijarros blancos bajo la lluvia. Te busqué al otro lado de las lágrimas, más allá del tugsteno de las farolas, en los manteles del agua detenida... para acabar mordiendo el anzuelo de tu ausencia.

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Nanas de cristal líquido




Le gustaba pasear por su pueblo a esas horas en las que las aceras están en barbecho, las ventanas cerradas y las fuentes detenidas las más, y las menos susurrando quedamente plegarias húmedas, o nanas de cristal líquido. 
Le gustaba imaginar los asfaltos vestidos de ámbar derretido, y transitar por ellos con la dulce melancolía de los eneros del Sureste. Y un día, en la plazuela donde el aire se bebe el agua, imaginó que era poeta e hiló versos de azúcar y luceros, y antes de partir roció con ellos las cuatro calles en las que fue pasando, lentamente y sin apenas advertirlo, del manantial a la vasija de barro.

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La sed de los pies cansados




Hurga en las sombras. Verás los años olvidados, la infancia que nos hizo felices; hay rayos, respiraciones y secretos entre los adoquines, en los reflejos que siempre exhiben su arrogancia antiolvido; en los charcos, que encierran sabor a parto y calman la sed de los pies cansados, que cobijan el desdén y saben a sombrero de fieltro navegando en la bruma... 
Hurga en las sombras, transita los caminos devorados por la noche... Tocarás con los dedos la memoria de tu alma.






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Sonrisa de naranja



También me gustas cuando estás dormida, con esa sonrisa de naranja, con esa placidez de estanque primaveral estrellado de frutas, florido de peces con branquias de sol. Me gustas también así, con el corazón quieto, la respiración hecha brisa, mar en calma. Me gustas cuando te haces tarde de enero, y recorres a mi lado, sin caminar, todos los sueños, todos los caminos, todos los momentos que nos quedan por vivir allá, más allá del horizonte.


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Aquellos peces cristalinos




Sobre el azul del cielo marino caían las hojas de la tarde, planeaban las aves con alas de crepúsculo, y zumbaban ya las estrellas como insectos de luz remota. Caminaba el reloj sin corazón ni rumbo claro, con un tictac seco, como de espinas. Pero bastó la boca sonrosada de la brisa para aventar tu cabello y dibujar sonrisas de onda en la superficie. Y fue entonces. sólo entonces, cuando descubrí aquellos peces cristalinos de tu pecho, que tan sumergidos en el fondo de tus silencios tenías, encadenados hasta que llegase esa hora añil y plata en la que se liberan las sirenas noctámbulas e incansables y convocan a los astros para compartir con ellos el calor de la madrugada.


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Agujas secas






Pensando en ti, sin conocerte, me ha sorprendido la lenta partida del día. Ha ido la tarde lavando a mano, sin prisas, la camiseta a rayas azules y blancas del cielo, y la ha tendido al último sol, junto a las briznas de leña olvidada en los flancos de los caminos; junto a las plumas errantes de los vuelos tardíos; junto a las agujas secas que yacen bajo los pinos...

Pensando en ti, sin conocerte, me ha sorprendido el cartero de la noche, que se ha acercado sin ruido, con los ojos llorosos, para dejar en mis manos una carta empapada con sus lágrimas. Todas las noticias y todos los mensajeros lloran hoy, desde el alba hasta este momento en el que la tarde se arruga y se recoge. 

Y sin conocerte, con mis manos libero la prosa triste, la alondra silenciosa de la palabra escrita, para que aletee en las alturas sobre las olas del viento, buscándote más allá del horizonte, amaneciéndote en la aurora... Reviviéndote.





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Esa flecha perdida






Te fuiste en enero, o quizás ya te habías ido antes, si es que alguna vez habías venido y habías estado en esta casa, en estos brazos, en estos ojos que miran y ya no te ven. Si has sido sueño antes que vacío, te diré que ha quedado de ti, de tu paso por la estancia de los besos, el aroma del roce, de la piel quemada, de la pulpa saboreada entre calenturas y jadeos. Y un camisón dolorido.

Me pregunto por dónde irás ahora caminando, en qué lejanos autobuses te desplazas, si estás enferma de fuego o lo estás de nieve. Te debo muchas horas de otoño nocturno, y muchas de sol silvestre, y los colores de tus corolas alegres, pero sé que nunca ya podré saldarte mis deudas; porque ya no somos nada, ni venimos ni vamos de acá para allá al mismo tiempo. No, ya no estaremos juntos jamás, no se encontrarán en ninguna encrucijada ni nuestros pies ni nuestros labios enfebrecidos. Ni ese corazón que alguna vez —si no ha sido sueño— nos hemos repartido a partes iguales tantas veces, y que ahora es un músculo oscuro y confundido, latiendo con el desaliento de los vilanos arrastrados por el viento, arrastrados sin saber qué son, qué han sido, para qué sirvieron antes de ser transportados al sueño del que ya nunca se despierta, del que ya nunca se amanece...



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A veces





A veces temo defraudarte cuando pongo en el nido de seda de tu pequeña mano sólo simples gotitas de miel. Te regalaría risas de algodón puro, crines de olas de océanos inmensos, soles amarillos con que derretir tus penas y hacerlas cabelleras de luz perenne; te regalaría la llave que abre montañas y luego besan el fondo del mar —matarilerilerile— con labios de coral...

A veces temo ser poca cosa para ti, sólo un burrito platero hecho peluche, apenas una piruleta de mercadillo, un arbolillo canijo jugando a ser abeto frondoso en el desierto...


Pero tomas, confiada y alegre, la miel que te ofrezco, endulzas tu mirada dirigida a mí, y sin palabras me dices que no, que no tema, que sé convertir en pan las piedras, en azúcar la arena gris de los arenales desabridos, y las horas sin melodía en las cuatro estaciones de tu alma de niña...

Y entonces yo... salgo de casa y me voy a vender luz por los caminos.


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Las uvas pasajeras






Ella quiso dormir sin mis ojos, y cambió las estrellas de su sonrisa por unos pies desnudos y audaces, y se marchó. Su marcha fue un bisturí perverso, encarnizado, garabateando burlas de sangre en mi pecho desnudo, puro colmillo hambriento y voraz, un filo duro espoleado por ráfagas de pólvora. 
Ella dejó mis calles, abandonó la ciudad que le dibujé en mi piel para que me recorriese, para que transitase sobre mí como transitan con sus trajes puros las uvas pasajeras por los calendarios. Caminó sobre la inocencia, la belleza, la amargura y la nada... Y luego se fue. Cambió de vestido para cambiar de vida.Y mis calles ya no son las mismas, están sucias, manchadas de amores perdidos.

Y la ciudad solitaria, tatuada en la carne sin sentido, se hundió en las aguas muertas, y se ancló en las arenas del fondo, donde se aprende a no tener ojos, ni hambre, ni caricias en la piel.


Cada vez era más triste


Cada vez era más triste aquel despertarse en pleno invierno del sentimiento, vestirse con tristeza municipal, desordenar los cajones de su pecho y abandonar lentamente la casa, descender por la escalera que baja al infierno de un nuevo día y ganar la acera gris, estúpida, entre olores de matadero y fachadas oscuras, sucias, con caries en sus puertas y ventanas de imposible sonrisa. Cada vez era más triste, aunque estaba acostumbrado desde hacía muchos fracasos a caminar sobre vencidos harapos de asfalto, respirar el aire viciado de arrabal golpeado y desangrarse mirando las sombras tambaleantes del parque, contando las horas que aplastan a los caminantes como él mismo, a los viandantes sin sombrero que se despiertan cada vez más tristes, se visten con sus tristezas municipales, se desordenan... 

Así cada día.

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Pájaros que se comen la noche



La casa también envejeció. Se apartó sin decir nada de la acequia, y del pozo, y solitaria y salvaje se fue desmoronando. Se quedó inmóvil, metal entre estrellas, y silenciosa como la amapola que soñara con ser novia marina, y nunca llegó a conocer el mar. Inmóvil, como Luna, aquella perra nuestra, ciega y recién parida en el patio —tendría yo diez años— con los ojos extraviados, escondidos en las alas de los pájaros que se comen la noche.


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Fluir




Quisiera tener ojos de estatua, detenidos intensamente en tu cuerpo, mujer, pero lo nuestro es pasar, y vivir no tiene tregua. Ser, existir, es extraviarse en las ondas, buscar acomodo para un eterno viaje, el mejor asiento en el vehículo que fluye hacia su destino. En los renglones del trayecto encontrarás a veces nombres que pronuncias y paladeas; otros, a los que cierras tus labios y niegas sus acentos... Y transitarás por calles de distintas ciudades, a veces a pie y en camiseta, a veces con una discreta armadura o con traje de domingo. Y al final te empapas en aguanieve, pierdes el nombre y los calcetines y transmutas tu condición de mineral, te conviertes en agua que corre, que anega, que roza, que canta, que empapa hasta que el sol la teje y la hace sólida, estatua con ojos ciegos, detenidos intensamente en el muelle de la bahía ciega, con su imposible mirar.


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Sábado





Recuerdo que era sábado con olor a amanecer de enero, con luz de débil hilo de fuego. Recuerdo aquellos seres que golpeaban a la puerta de la vida demandando instantes sencillos, un tranquilo fluir de las olas verde esperanza. Abrían los ojos y se alimentaban de suspiros, y sus pies eran pétalos de brisa en la geografía de las horas plácidas. Lavaban en rocío sus manos, y soñaban con la velocidad y la luz, con miradas que veían lo que no existe y lo estampaban en un soneto de luces y negruras. Labraban la piedra en las paredes moribundas y le daban vida. Pescaban el rumor del agua en los cauces detenidos y le ponían alas, compás y ritmo. Pintaban las puertas oscuras y en ellas brotaban ramajes como relámpagos. Y al final de la mañana, hicieron girar norias enigmáticas, metidas en agua hasta las rodillas de su soledad, y de ellas obtuvieron canciones rumorosas, voces huertanas, amistosas y fluviales, que sólo pueden cantarse en sábados con olor a amanecida de enero. Y en los recuerdos.



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No


No. Queda claro. Sí, desde luego. Muy claro... Él es de brumas, tú de claridades. Él, de corregüelas; tú, de algas marinas... Sí, desde luego. Queda claro. No.

Y los dos conocisteis personas audaces, magos, buena gente, y también comisteis arenas, sardinas y sapos, y tuvisteis grandes alegrías, pero también trapos sucios, desvaríos y rumbos desnortados. Habéis reído, pero también habéis mordido el polvo, y habéis provocado terremotos, a veces sin pretenderlo, y habéis sido cobardes, y luego valientes, y otra vez cobardes... Habéis vivido.

Ella apenas tuvo tiempo de intuir la luz, porque cuando escarbó en la tierra de sus presunciones todo estaba oscuro. Y él apenas tiempo tuvo de intuir la sombra, porque cuando escuchó la sentencia, todavía estaba cegado por el rayo de sol que ella le emanaba... No. Escuchó, y el hombre, entero, se detuvo.

Esas cosas pasan. Días y noches se anudan, se hacinan juntos en los relojes, en los calendarios, en los cementerios... Brasas y carámbanos desaparecen o surgen de la mano a veces. Mieles y hieles caminan del brazo por las plazuelas de los desiertos urbanos. En los muelles, en los andenes, hay viajeros que suben en barcos o trenes que vuelan hacia el Norte, y otros que se arrastran hacia el Sur. 


Ella esperaba ramillitos de esmeralda, y él le ofrecía briznas de azahar. Él escalaba esquinas y cordilleras, y ella llaneaba cuesta abajo, transitando calles con aceras vírgenes y boutiques de grandes vitrinas. Él, durante los paseos, encontraba dátiles en los olivos, y ella aceitunas en las palmeras. Ella tenía que ir muy lejos, y él más cerca, sin abandonar el planeta, ni atravesar galaxias... No.

Esas cosas pasan. Unos se ríen de la muerte, otros se mueren de la risa. Unos llevan la dirección bien escrita en la palma de la mano, y se pierden. Otros vagan perdidos, y llegan al mejor destino. Unos son rojos y picantes, otros blancos y salados. Unos creen que sí, y otros...



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Tres cosas hay en la vida






Salió al porche con una taza de capuchino en la mano. Era una noche de enero fría. Y calculadora probablemente. Miró al cielo, en el que temblaban pálidas estrellas con débiles palpitaciones. Enanas, quizás. Al apurar el último sorbo, creyó ver un astro, duro y azul. Parecía el jefe del cotarro interestelar. Y a él le expresó su queja, profunda...

— Vale que me niegues el dinero; pase, pues. Vale, y esto duele mucho, que me niegues el amor. Pero... ¿Eran necesarios estos achaques, estos estragos sicosomáticos y tan profusos?


Y bajó los ojos al suelo. Y entró en casa con el rabo entre las piernas: pobre, cornudo y atacaíco de quebrantos.


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