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Orihuela, Alicante, Spain

26.12.14

El jardín del olvido



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©  Joaquín Marín
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Ladera abajo




Tú sabes que todas las tardes se desploman, sucumben, besan los abismos —o los muerden— y se acumulan envueltas en niebla, allá donde mueren. Hoy, escondido detrás del árbol de mis dudas, he visto rodar yo la tarde ladera abajo, desbocada en un silencio que crepitaba mientras se enrollaba como esas flores de fría blancura que se devoran a sí mismas.
El crepúsculo, masticándome con furia, alimentándose con mi carne de invierno, me ha convertido primero en sombras de atardecer, después en roca, y aquí me tienes, ya me ves, ladera abajo, desvaneciéndome como un recuerdo improcedente.


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Juguete nocturno





Me miraba la fuente, lo juro, y con pupilas de periscopio; y me rasguñaba el tímpano su quejido de agua. Era imán su mirada, y no existían entornos junto a mí, sólo el hipnotismo de aquella cabellera en danza, aquel fantasma del vacío, con su sábana de plata líquida. Aquella lluvia enjaulada y doméstica, que escribía para mí cifras perdidas y versos resbaladizos, empapados de metáforas y peces confusos; que trazaba los garabatos juguetones de la confusión... Y el búho, entre los pinos, me acechaba. Yo era para él uno más de sus juguetes nocturnos, ay, uno de esos transeúntes de la madrugada, que abandonan el diván para salir en busca de los secretos de los amaneceres y de los trenes desesperados...





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La luna menos cuarto





Vuelve a casa, Cenicienta. Es ya la luna menos cuarto.


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Cerca del río





Al apóstol Judas lo vi ahorcado en la ficción, en el cine. Al tío Matías no; al tío Matías lo vieron mis ojos pasmados de niño sin truco, de verdad, tieso, colgado de un eucalipto en la trasera de su casa. Y aquella visión tan cruda desasosegó mi sueño durante muchísimas noches. Muchísimas. 
Ayer anduve paseando por la mota del río, mi escuálido Segura, y pasé muy cerca de lo que hoy es una simple cáscara de vivienda vacía y una vez fuera la casa del tío Tomás, el Panocha, de su mujer, la tía Carmen, la Narcisa. Y la del Mati y la Sole, claro, los hijos.


— Papá, hazme una foto con Choko... ¿Me oyes?

No te oía, hija. Estaba ausente en esos momentos. Estaba en la huerta de hace siglos, y tenía tu misma edad, y hasta un perro mil leches como el tuyo. El mío se llamaba Canelo, y me lo había regalado mi abuelo, que era muy amigo del Panocha, aunque éste mucho peor trovero que el tío Marín, la verdad sea dicha. 
No te oía, Nuria... porque los gritos desesperados de la mujer desgarraban la atmósfera de aquella mañana recién venida, y espantaban a los mirlos, y a los gorriones de los sembrados... y Sebastián y el Paquele ponían la escalera en el tronco del eucalipto apresuradamente, nerviosos, aunque todos sabían que era demasiado tarde, una furia inútil, porque el cuerpo aquel ya parecía simplemente un espantapájaros sin temblor alguno, exilado de cualquier tictac, huido para siempre. Y mi padre me decía tira pa la casa, no mires, Joaquinico...

El tío Matías, más fuerte que un toro, que mondaba los escorreores con más arrestos que cualquier otro, que podía con las escarchas y las heladas, con los rayos mortíferos de los soles de agosto y con las embestidas del río cuando el Segura se vestía de buey de agua y amenazaba sus bancales corneando los ribazos... el tío Panocha se arrugó de repente, se vino abajo cuando don Serafín, el médico de todos, de todo el contorno, le dijo claramente que su cuerpo, poco a poco pero sin tregua, era ya maderica floja, como de eucalipto precisamente, incapaz de enfrentarse a los corcones que ya venían royéndole con hambre insaciable. Sin remedio.

— ¿Nos haces la foto o no?
—Sí, sí. Venga. Llama al perro.


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Luz afrutada





Me preguntaron una tarde por qué soñaba tan oscuro, tan noche, tan mineral... Tal vez siempre habitó en mis venas un arroyuelo de piedras duras, que en su rodar suenan a ruidos de bosque, resuenan hoscos en la madrugada serena y fría. Algún día dejaré en herencia a quienes turbaron mi luz —y hasta la hicieron jirones—tristezas, escalofríos, el vértigo del pez espada inocente y el agua invisible, llena de escamas y veneno, en la que mis cuchillos desarmados lavan hoy la sangre de sus filos.

Y a ti, que nunca me preguntas nada, y sabes que no soy noche sino máscara, te dejaré redondas lunas de mi arbolito del sur, luz afrutada para tus manos celestes.


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La certeza de la lluvia







Sabes que esperaba de ti gardenias, violetas... al menos un manojito de claveles reventones, y tú eres de los que viven a medio mar —de dudas, de confusiones— y apenas si le regalas agrias flores amarillas, y gregarias. No es poco si has vivido en la soledad del desierto y ahora lo haces en la soledad de los polos, nieve fría y guitarra sin voz. Necesitas la certeza de la lluvia, la que borra las pisadas, y hasta los pasos que ella nunca dio. Necesitas que, además de los fuegos, exista la tibieza de la primavera. La leña y el mar no pueden arder juntos, ni compartir la misma cuchara para afrontar el futuro; por eso ahora lloras entre el polvo frío y trotas sin ahínco hacia donde corren los ríos, reptando sin brío entre el follaje reseco. Y yo, aunque sé que la amas, entiendo que no sepas qué hacer con tus manos vacías, dulces pero vacías, sin raíces; y que tengan barro las suelas de tus zapatos. No sabes transitar, ni en sueños, por los palacios...

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¿Y yo qué vengo a hacer aquí?





Entré titubeando en la tarde pálida y fría de los recuerdos. Buscaba secretos entre las horas desperdiciadas, los días que partieron, los meses que se convirtieron en años perdidos, y los años que se hicieron trenes con olor a muerto. Y entre todos los fuegos que lloré encontré tus brasas, tu alma deshilachada, cerrada a mí con las siete llaves de las almas ausentes. Y recordé tu viaje, aquellos rieles mojados y el olor de la carbonilla caída como nieve negra sobre la rigidez de las traviesas. Yo tenía catorce años, vivía con las arañas de tu frialdad, y mi corazón estaba fruncido, enredado en las corregüelas que nunca conocieron veranos alegres. Tu tren pasó rozando el ribazo donde me había sentado para esparcir mis ojos interminables por el horizonte. Era un adolescente funeral, supongo. Y tras el paso del último vagón, anduve sin moverme de nube en nube, soportando la lluvia terca que se adueñaba de mis cabellos y de la humildad de mi traje umbrío, y mi corbata de túnel tenebroso.

Y ya nunca más tuve tregua sin ti, aunque he aprendido a digerir las espinas, a ponerme los zapatos y traspasar las fronteras para entrar de vez en cuando, titubeando, en el reino de las tardes pálidas y frías de los recuerdos.


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Cascaruja



No sé qué ha sido de ti, vecina, si vuelas rozando las azoteas de las ciudades o estás atrapada en la grama de tu propio barbecho. A veces paso por delante de la que fuera tu casa, y ¿sabes? nunca la siento ya tan sonora como antes, ya no escucho los besos fucsias de las buganvillas traspasando la fachada, persiguiendo la luz. Los días son más pequeños, y no medran las uvas descolgándose del tiempo. Imagino los armarios vacíos de tu aroma, y las polillas matando tus estrofas y el hueco de tus trajes. No hay cáscaras de pipas y cacahuetes en el suelo, cascaruja pintada de carmín, porque tal vez en esta casa ya no habite la pulpa de los verdaderos labios, ni los dientes que juegan sin herir, ni la lengua que busca el vino y las mieles de otras bocas. 

Tu antigua casa resplandece al revés, como de silencio y de aséptica existencia, imparcial y distante. No cruje, clandestina, en las largas siestas, como yo la recuerdo, llena de sirenas y marineros borrachos; llena de ventanas con pechos de oro, de tatuajes, cigarrillos y caramelos de anís; llena de falsos insultos que corrían por la carne lisa, y de silencios color amor imposible...





Hoy reluce como piedra virgen, purificada en la lluvia blanca e inocente de la decencia, sin querer mirar hacia atrás, hacia la noche en la que tú saliste por esa puerta, y cesó el manantial de la guitarra, y al barrio —como ropa vieja— se le cayeron los botones, y la sonrisa.


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5.12.14

C'était l'hiver


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©  Joaquín Marín

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A lo lejos



Las ocho y media de la mañana. Es un día recién lavado, tendido al sol otoñal, perfumado a las finas hierbas y planchado con recuerdos de luna.
Como yo, inmóvil e indeciso, un pájaro humilde —apenas un manojillo de plumas— mira al horizonte, allá a lo lejos, esperando el sol disperso, todavía atrapado en la neblina, aguardando la caligrafía de la luz.


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Un cielo turbio



Entre morir y no morir elegí dar un paseo, viajar despacio, sin equipaje, a los inviernos en los que los navegantes se extravían y vagan sin destino.Había sobre el capítulo cerrado de mis ojos un cielo difuso, turbio, como cortado en pedazos, salpicado de nubes de las que no suelen aparecer los domingos y festivos. Mis pies, como hojas amarillas, se acomodaron al viento de la tarde, y en los renglones de las últimas sombras escribieron en huella mayúscula la dirección de tu sonrisa, por si alguien alguna vez, vestido con mis ropas, aceptase mi herencia y transitara hacia tu boca...


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Diciembre


Alguna vez fue diciembre, y no había ninguna silla vacía en torno a la mesa. El abuelo asaba generosos trozos de pavo —este trocico de buche pal sagal, si faltara pa pan— y la bota de vino no paraba ni un segundo; de tío en tío, de primo en primo. Las mujeres vestían de rosas sus mejillas. Y la fuente con las toñas de miel, los mantecaos y los turrones estaban allá, sobre la cómoda, junto al coñá y la mistelica.
El sagal del buche era yo, el zagal del tío Marín. Joaquín como el abuelo y Joaquín como el padre. La estancia olía a leña de limonero,  a gramizas y a la colonia de las tías, la Sunsión y la Maruja, que más tarde me llevarían a la misa de gallo...
Alguna vez, años más tarde,  volvió a ser diciembre.  Y ya la silla del abuelo estaba en un cornijal de la casa, vacía. Y su boina negra y su chaqueta de pana guardadas en un arcón, en el sótano del pasado. La bota de vino seguía viajando, pero era un vino amargo, como picado, agriado por la tristeza... Las tías, la Sunsión y la Maruja, no regaban ya sus arrugas con la colonia de granel, aunque irían —sin el sagal— como siempre a la misa de gallo, arrebujadas en sus negros chaquetones...   El sagal salía ya solo, con sus amigos a patear las calles, "no bebas mucho, Joaquinico"...  Se había quedado tan sin nadie, tan vacío, que aquella nochebuena  le lloraron las hojas de la noche mientras sus pasos, como piedras oscuran, rodaban desde la huerta hacia el centro de la ciudad, donde el Ginés le esperaba con una pandereta y una botella de sidra. Por si se animaba.
Ahora también es diciembre. Y prefiero callar...

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La fuga




En este muro inhóspito viví catorce meses y dos inviernos, padecí las desdichas de la soledad, mordí la inocencia del olvido y creo que hasta morí, aunque sea un tanto así. Ahora me doy cuenta de que no he sido un jazmín, sino una brizna de vida de mi dueño, y ya no reconozco los rocíos ni los rigores del agosto infernal del vivir mío. Los pájaros me miran y saben que soy de nuevo la antesala de un muerto en vida. Me cuesta creer en el futuro y mis manos ya no tienen fuego, ni siquiera piel. Es peligroso caminar, pero me escapo y quiero volver al vino de mi casa, a la calle sucia donde abrí los ojos, a los amores perdidos, aunque sean ceniza desarraigada. Huyo hacia atrás, porque el futuro se quiere convertir en la cárcel de mi pasado. Y me aterra.





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Fátima





Fátima sabe que no está en Fez, en su pequeña aldea cercana a la ciudad. Sabe que estas palmeras no son las suyas, aquéllas que le dieron cobijo nada más abrir los ojos, como quien dice, mientras se alimentaba observando la cara de miel, canela y almendras de su madre, y las lágrimas furtivas de la abuela Hasnae. Fátima está esperando a que sean las cinco para recoger a su pequeño Ahmed, a la salida de la escuela, y mientras llega la hora ha decidido dar un pequeño paseo por el contorno. Desde el patio del colegio, muy cercano, llegan volando a través de la megafonía sonidos de villancicos, algarabía sonora de panderetas, campanillas y voces blancas... Fátima no entiende de navidades, aunque es su tercer diciembre ya en estas tierras nuestras. Pero sí entiende de los olores universales, del suave baile de las palmas mecidas por el viento, del vuelo frágil y temeroso de los gorriones humildes... y cierra los ojos para agudizar todos sus sentidos... y regresar al ayer.

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La pobre ciudad en invierno




<<La Place Rouge était vide...>>    y los dos extendíamos nuestras piernas polvorientas de nieve mientras caminábamos bajo un cielo gris puro y duro. La plaza parecía una araña muerta entre el frío olor a matadero, sepultada en ceniza helada. Fumábamos nuestro último cigarro, compartido, mientras ignorábamos las noticias abrumadoras, las páginas de los periódicos, las voces extrañas en la radio... Sabíamos que se avecinaba la noche con sus dientes de pantera, y que en algún lugar de Moscú, en algún cabaret desahuciado, nos estarían esperando los demás españoles, algunos hasta bailarían patosos, entre el humo y algún tintineo espaciado de copas desangeladas. No teníamos ya —ni ellos ni nosotros, Rocío- un duro, y parecíamos seres fugados con sus únicas pertenencias, un pasaporte y unas fotos en blanco y negro de nuestros padres, y de nuestros barrios respectivos. Tú, además, la de tu perrita Linda, que tantos años fuera tu sombra, como tu alma de cuatro patas, contaste. 
Y yo conté antes de la última calada, que había crecido en una calle triste, contemplando diariamente el mercado de la verdura, la ferretería de mi vecino el asmático y viviendo pobres domingos sin monedas, otoños sin hojas que llegasen hasta mis bambas, inviernos color de difuntos, veranos en los que sólo venía hasta mi ventana la luna ciega, y primaveras... No me dejaste continuar. 

Fue el tuyo un beso fiero y desesperado, andaluz, con sabor a tabaco rubio de contrabando. El primero y el único. Y cuando lo recuerdo, como hoy, me pongo a bailar de nostalgia. 


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El aire que se deshoja


Me obligas a volar hacia el archipiélago del frío, hacia el cielo de las rocas de hielo, hacia esa ciudad vacía en la que ya no hay resurrección. Has conseguido que me rinda, que entierre mis primaveras  bajo la suela del silencio, donde ya nadie podrá contar historias amables de un hombre y una mujer, trajines de pájaros enemigos, ensoñaciones de los toros convertidos en bueyes... Todo molesta a tu imposible amor, hasta las sábanas revueltas, que alguna vez fueron tu júbilo, la razón de tu pecho henchido, de tu sonrisa... A mí también ya me molesta todo, hasta el caballo desbridado de la lluvia, y los negros trenes que se me escapan, desesperados.
Vuelve, me dice una guitarra abandonada... Pero ya es tarde, hace frío, y la puerta que he cerrado ya no existe. Soy ya fantasma en el vacío, y la señora negra que decapita las ilusiones me está mirando fijamente... y no sé esquivarla... No hay manera.

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