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Orihuela, Alicante, Spain

27.12.13

Inviernos


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Joaquín Marín


Perdedores




Íbamos la tarde y yo en tránsito hacia el ocaso. Ella vestida de nubes maltratadas. Yo de fracasos...






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Aleteos


A veces dejo libres mis palabras. Y se convierten en gaviotas. Y se dirigen veloces hacia el muelle. Pero es vana su travesía. Penélope nunca está allí, como solía, tejiendo esperanzas. Se cansó de esperar.

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Pésame





Ella movió el volante; el coche dibujó un rápido giro de despedida sobre el asfalto y enfiló las sombras, apenas si mancilladas por débiles guiños de luciérnagas. Él cruzó la calzada y anduvo a la deriva, y buscó el rincón donde anida el silencio, su casa. Al abrir la puerta, como siempre, la soledad le dio el pésame.

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Arrugas






Entre las arrugas heladas del mar de mi enero, palpitaban sin aliento las barcas detenidas...

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Soleares






Aquella tarde de invierno, mis ojos miraban por soleares...




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El sueño







Hoy hace un año, justo un año, que cerraste los ojos para no abrirlos más a los míos, a los de nadie. Sólo parpadeas en mis recuerdos, sólo encuentro la luz de tu mirada si acudo al rincón oculto en donde he ido apilando en bolsitas de nubes todas mis vivencias, desde muy niño. 

Un año justo sin escuchar tampoco tu voz, tu risa, el tintineo cálido de tus labios... Pesan mucho los años vacíos de ti, madre. Ley de vida, dicen. Ya lo sé.

Dormís en este instante tú y nuestro pueblo. Escucho la respiración de ambos, apenas perceptible, serena, seda nocturna de plácido roce. Pero hay entre tú y el pueblo una abismal diferencia: él despertará mañana mismo, cuando alboree el horizonte sobre la huerta, besando de luces el agua del río y el lomo fragante de la sierra... Tú ya nunca más. Tú, y me duele tanto, eres ya solo una estrella imaginaria. Apagada.

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Peñerías









Uno de mis amigos de infancia era "peñero". Peñero, en mi pueblo, se llamaba -no sé si todavía se hace- a alguien que vivía en una casa cosida a la sierra, pegada a ella. Y Antoñico, mi amigo peñero, tenía la suya prácticamente integrada en la roca. Tan integrada que desde el ventanuco de su habitación, en la trasera del edificio, si sacabas un brazo y lo alargabas podías coger una matica de romero, un higo chumbo o un cherolico con que apedrear al enemigo, pongo por caso. 

A mi amigo le encantaba mi casa, en plena huerta. Y a mí la suya. A él le gustaba esquilmar bancales de habas, copicos de lechugas, selvas de panochas, llenar la barriga con lo que se terciase... Y , sobre todo, le gustaba el pan blandico, casero, que amasaba mi madre y nos servía en generosas rebanadas con su buen chorrico de aceite, su tomate restregado y su puñaíco de sal.

— ¿Queréis más?
— Bueno.

A mí, sin embargo, me hacía ilusión tirar hacia el monte, escalar riscos, arrejullarme, retozar en lo alto contemplando allá abajo el enjambre de casas apelmazadas que era nuestro pueblo... Y, francamente, los bocadillos de leche de bote, condensada, espolvoreada con colacao que nos endosaba su abuela materna.

— ¿Queréis más?
— Bueno.

Pobres, pero cebaícos.

Hoy he paseado por La Peña. Hay muchas casas cerradas, mudas, sin vida. No sé si muertas o hibernando. Y no sé qué ha sido de mi antiguo amigo peñero. En un pequeño replano, a la entrada de una de las viejas viviendas, crecen pujantes, encarceladas en toscas macetas, unas tomateras, un trocico de huerta que tira al monte... Como las cabras.

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Sin cobertura







Era invierno. Una tarde lenta -como un paquidermo- de frío invierno. Y era un hombre solitario asomado al mar muerto de la tristeza. Gritaba en silencio un nombre de mujer, desangrándose a cada sílaba, oteando un horizonte diluido, sin vida. Gritaba en vano. Llamaba a una sirena ya imposible, ya fuera de cobertura...



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Transeúnte







Me detuve frente a la ventana y sostuve su lánguida mirada. Había escrita en ella pasajes de libertad, sendas que llevan al monte, vaharadas de romero en el aire, caricias de una mano callosa pero dulce... en fin, recuerdos. 

Ahora deja pasar el tiempo en la misma habitación que fuera de su amo. Y asoma su lánguida mirada cuando oye pasos afuera. Y lee en los ojos del transeúnte que el tiempo -como él- pasa, que las sendas ya no llevan al monte, ni huele el barrio a romero. Y esa mano que aprieta un botón para capturar su melancolía no es callosa, y no acariciará nunca su lomo. Es una mano afeminada. Y forastera.


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25.11.13

Silencios




Joaquín Marín



El silencio de las pajaritas de papel



Había un hombre sentado en un banco del pequeño parque. Miraba sin ver. Sus ojos se habían convertido en asmáticas pajaritas de papel, y, apenas sin aliento, huyeron a través de la niebla hacia la fuente donde abrevan los recuerdos.

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El silencio de la joven del parque





Apartó de su oreja el móvil, y miró la pantallita de cristal líquido como quien observa, pasmado, a un monstruo del averno, con una mirada que pasó lentamente del estupor al abatimiento. Guardó en su bolso el aparato, pero pronto lo volvió a recuperar, a escrutar... tal vez esperando una llamada, un mensaje, una excusa, una última oportunidad que pudiese transfigurar la tensión desolada de sus labios en simiente de sonrisa. Pero no.






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El silencio de la luna tímida




No quería ver la luna la sombra alargada y oscura de aquellos cipreses solitarios, y se embozó entre girones de algodones celestes. Y esquivó el aliento desalentado de aquella tristeza vegetal. Y  sólo dirigió furtivamente su mirada de luz desnuda hacia el corazón pétreo de la montaña, que, en carne viva,  aceptaba —agradecida—su caricia.

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El silencio de las higueras


Malheridas de invierno, las higueras lloran hojas muertas en otoño. 




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El silencio de las campanas tristes







Escuché aquella tarde el silencio melancólico de las campanas. Presas eternamente, vertían lágrimas de acero envidiando el vuelo libre de las nubes...


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El silencio de las branquias dormidas






Se durmió mecido por la nana salada de unas olas de seda, y ya no quiso despertar.





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El silencio de la sirena









No tiene muñecas ni peluches, pero no los necesita. Tiene todas las brisas salinas, todos los crepúsculos de azahares que besan la arena, y todo el tiempo del mundo para atraer con su canto silencioso a los duendecillos de la fantasía.

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El silencio del peón de ajedrez





Antes de ser detenido y relegado a su prosaica cárcel -cadena perpetua- de hierro y cemento, el humilde peón fue poesía, algarabía de metáforas y batallas románticas, de nobles lides y cerebrales estrategias. De victorias y derrotas. En el pasado tuvo un latido de carne y hueso...
Ahora es reo de lenta muerte, reducido a estatua varada y a presente sin médula, a merced de la pluma inmisericorde de los rigores de la nieve o del fuego, de los granos de arena de un reloj con espíritu de telaraña.

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El silencio de una tarde de diciembre



Pasó una joven con los ojos cautivos en la pantallita elecedé de su móvil. Pasaron mucho después, renqueantes, dos mujeres maduras, bien pertrechadas de ropa de abrigo. Es que soplaba una fría brisa serrana, una metáfora de los filos de navaja. Las mujeres hablaban de sus cosas -en voz baja cuando llegaron a mi altura- y se perdieron sin prisas cuesta arriba. Más altura.
Después pasó una larga hora muda. Y por fin toda la tarde sin aliento ya. Muerta, a hombros del crepúsculo, y camino de la nada.


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Le silence des femmes




Estaba la puerta entornada, semiabierta a la tarde. Y acertó un haz de luz a penetrar en la estancia, a resbalar por vuestra ropa, a dar calidez a vuestra piel y color a vuestros instantes de palabras en silencio. Sentidas, mas no pronunciadas.

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6.11.13

Otoños


Joaquín Marín


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Ayer, mientras te esperaba, se me hizo otoño.
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Era noviembre. Se mustiaba la sonrisa, sin raíz ni futuro. Se convertían los labios en pulpa seca, en pasas sin brío ni dulzor. Y los ojos eran arrastrados por el viento hacia el invierno de la nada. Era noviembre, mes de difuntos.




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La fulla morta



Se miró en el espejo y no vio su rostro. Vio una hoja muerta. Era savia hecha ceniza ya su vida.

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A la orilla de tus labios





Amanecí y vi que era otoño, y domingo. Salí desnudo a la mañana y me vestí de tomillos e hinojos junto a los pinos, y me calcé borceguíes de romero, que siempre presagia mieles. Y me perfumé de espliegos y jaras mientras herrerillos, carboneros y gafarrones escribían melodías en los pentagramas del ramaje. Y luego anduve por senderos agrestes y empinados hasta llegar a los dominios de la fantasía. Y allí me desnudé y me tendí en la orilla de tus labios, que eran olas continuas deslizándose por mi piel. Y...



Pérdidas



Era otoño, tiempo de adioses y pérdidas. Había perdido el cielo su horizonte de mar; y el el mar las olas; y las olas los narcisos de sus espumas; y el molino sus aspavientos... y yo la partida contra ti.
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Náufrago de tierra firme




Me acerco a veces hasta nuestra playa. Sé que ya no están las huellas de tus pies descalzos sobre la arena, junto a los míos. Y en vez de aquellas brisas serenas perfumadas de sales, un viento lúgubre y soso, de otoño, me cruza la cara, me parte el alma en mil pedazos y hace puzzles con ellos en el crepúsculo. Me detengo de trecho en trecho, con mi soledad de náufrago de tierra firme, y miro allá lejos, lejísimos, donde cielo y mar se besan como nos besábamos entonces tú y yo: eternizando el horizonte nocturno del deseo. Nadie besaba como nosotros, eso nos decían las últimas gaviotas trazando arabescos de sombra sobre nuestras cabezas, sobre nuestras bocas enlazadas, sobre la única silueta que eran nuestros cuerpos...



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El ventanuco 




Entornado con la tristeza de un ojo moribundo, el ventanuco mira sin fuerza a poniente, al lodazal de tarquín que alguna vez -jirones de la memoria- fuera cañal húmedo, nido de aves acuáticas humildes, gregarias, que garabateaban con sus alas el espejo lento del Segura. Cañal, nido y espesura selvática para los juegos ingenuos de los niños que fuimos alguna vez. 

Y esa tenebrosa y desfallecida mirada del único ojo de esa faz derruida, el ventanuco, esa querencia hacia el ocaso hueco de la tarde, es ya sólo metáfora, sólo ceniza huertana, sólo una reliquia miserable de lo que fue ostentación, lujo de arterias pujantes, de raíces amamantadas y abundancia de sudores recompensados... rayo herido, que sí cesa.

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Influjo



Pensé en ti, y te imaginé como una simple rosa, humilde y bella en su sencillez, y hasta malherida de silencios y soles asesinos, arañada de irreversibles ausencias, y estragada por los filos traicioneros del vivir. Pensé en tu perfecta imperfección, y ansié los pétalos abiertos al gozo de tu cuerpo, el aroma embriagador de tus pliegues más ocultos, el fuego eterno de tu cráter pródigo, el jugo florido de ansiadas mordeduras y soñados besos; el fragor de íntimos combates, de torbellinos de pieles de terciopelo llenas de rocío...

Pensé en ti, como ahora pienso...



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28.10.13

Abonico

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©  Joaquín Marín





He visto morir el día entre vaharadas de ausencias y temblorosos sudores de crisantemos. He visto cómo la temprana noche vestía al cielo con la mortaja del crepúsculo, y, ante mis ojos, a dentelladas de negras sombras, lo ha devorado.




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El quejido de las sirenas





Se había desbordado el río, sangrando a borbotones aquel crepúsculo de septiembre, y el rebombón de agua turbia sin bridas, como enloquecida, rebasaba ribazos y devastaba cañizos, bancales, copos y hasta el último cornijal aledaño a su cauce. 

Las lenguas de agua, dispersas y encabritadas, lamían -derritiéndolos en segundos- los montones de sacos areneros que los huertanos habían apilado, en balde, en las curvas más enclenques del cauce, en los meandros traicioneros, donde la serpiente de agua ensanchaba su vientre hasta reventar...

El trovero, el tío Marín, mi abuelo, rendido, impotente, arrojó la azada sobre la mota, y tomó la caracola que tenía preparada en un serón, por si fuese preciso besarla al revés, bufarla hasta expulsar de su interior el quejido de las sirenas vencidas. Y subió a lo alto del montón de estiércol, que pronto sería pasto de la corriente. Llevó hasta sus labios aquella concha retorcida, buscándole el orificio de los miedos, y vació sus pulmones y su rabia desgajando la atmósfera con aquel quejido de blasfemia sonora que pretendía avisar del peligro a los otros huertanos de tierras menos linderas, y ordenar a los parias de tierra adentro que fueran protegiendo con premura a la hembra, a los animales, a las criaturas y salvaguardando los cuatro enseres más preciados, porque las fauces salvajes del Segura se acercaban en serio, en torrentera,dispuestas a cobrarse sabe Dios qué deudas, con los mismicos ojos de las culebras de agua, inyectados de secretas venganzas...

Nunca antes, hasta aquel anochecer de septiembre tardío, había visto derramar una lágrima al abuelo. Pero yo sabía que eran las suyas lágrimas de rabia, no de mansa flojera, ni cobardía. Y por eso mi mano, cobijada con orgullo en las arrugas recias y duras de la suya, se sentía a salvo cuando regresábamos a casa por la vereda, con el agua más arriba de nuestros tobillos.

— Abuelo.
— Qué.
— Yo quiero que me enseñes un día a soplar la caracola.


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Trago amargo






Me había regalado la abuela Mercedes una camisa del mercadillo, muy apañaíca. Y yo la llevaba puesta. Me había dejado mi hermana Merceditas uno de sus pantalones vaqueros -asul selestes- que yo había conseguido endosármelos en mis cachas tras arduos esfuerzos.

Y yo los llevaba puestos, marcando paquete. Me había perfumado aquel domingo por la tarde, para borrar de toda mi epidermis cualquier rastro de "la pudor de l'horta". Y aún llevaba puesta aquella fragancia de lavanda -inglesa, de Gal- incluso en las ingles y las sobaqueras. También llevaba puestos los nervios encima, no dejaba de ser aún un zagalico inseguro y timorato. Un pipiolo.

Y de aquesta guisa -que diría el poeta tontoelcapullo- llegué a la puerta del Bar Las Vegas. Había llegado, adrede, por consejo del Ginés, que era un entendido en artimañas amatorias, tarde. Muy tarde. Casi media hora tarde.

— Hazte de rogar, Quino. Hazte el indiferente. Lo que yo te diga.
— Vale, Ginés.

Valentina estaría ya adentro. Esperándome, obviamente. Y pedí un cubalibre de ron al Chepaíco, el camarero. Y con él en la mano -el cubata, no el camarero- pasé al reservao...

Valentina se estaba morreando con el hijoputa del Pajarico... Cagoëntó.

Volví a la barra y me tragué a tragos amargos el cubata -de garrafa, además-. Sonaba en los altavoces "A horse whith no name"... El duelo con América fue menos duelo. Pero fue.


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Gusanico de sombra




El mismo día en que murió en un accidente de tráfico el cantante de Triana, Jesús de la Rosa, dejando una orfandad de voz incurable en el grupo andaluz, murió el tío Rate, El Bufas, en mi pueblo. Y murió éste de un dolor miserere, de improviso, a traición. 

Me lo contó madre, que me llamaba cada tarde al cole de Bilbao, adonde habían destinado a su Joaquinico. Madre mía, qué miedo, por dios, su hijo allá con los de la ETA. 

Nadie lo esperaba. La muerte del Rate, digo. Le llamábamos el Bufas por sus famosas ñoras, cogorzas o melopeas, como guste el lector llamar a las borracheras diarias del susodicho.

Recuerdo cómo agrietaba las madrugadas huertanas con su pastosa voz, cuando regresaba a casa pedo perdío desde la bodega del Lorente o del puticlú La Báscula, cantando -o desafinando más bien- por Farina, "vino amargo es el que bebo por culpa de una mujer", desgarrando la quietud de las sombras con el acento de su voz alcohólica desatada, asustando a los guiños de luz de las luciérnagas -gusanicos de luz- con sus desatinos sonoros. 

El tío Rate El Bufas estaba alcoholisao perdío, pero era un buen hombre. Por eso su mujer, la señá Virtudes, a pesar de todo, le trató con devoción conyugal huertana y con ternura hasta su último suspiro. Y se vistió de negro riguroso por él, por su hombre. Y hasta se cobijó ya para siempre en la cueva de su soledad y su silencio, hasta hacerse invisible... gusanico de sombra. 



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Lenguaje oral



Elena, la del Pocho, tenía los muslicos más hermosos del contorno, con diferencia. Y la parte pectoral también. El Ginés, mi compare de hoy -y entonces vecinico con derecho a roce de la Elena- , nos contaba al resto de pasmaos del lugar sus anécdotas de alcoba y corregüelas con Miss Muslos y Ubres. 

Y se explayaba a gusto en las respuestas a nuestros morbosos interrogatorios -formas, texturas, sabores, olores, ya se puede imaginar el lector- mientras nos fumábamos, camuflaos entre los cañales, un paquete de celtas cortos entre amagos de arcadas y mareos. 
Un día, el Ginés, balica perdía de nacimiento, nos confesó mientras nos bañábamos en cueros en los azudes del Molino Martalo que practicaba el fransés con la Elena "vezencuando", con nocturnidad y gula, allá por los cornijales de la balsa del tío Cleto.

— La Elena no sabe fransés, trolero -dijo el Serafín, que aparte de envidioso era medio tontoelpijo.
— Pues será latin, chaval -sentenció el Ginés.



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Polisílabas






De imberbe, cuando no encontraba margaritas por los costones, cogía mandarinas, que también son polisílabas y tienen rima asonante, y en vez de deshojar pétalos comía gajicos dulces: me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere... los engullía con mi mente puesta en Daniela la del tío Cascales, ... y aunque siempre acababa llevándome a la boca un rotundo no, el duelo con mandarinas era menos duelo... A veces, aparte del corazón destrozado, acababa con el estómago descompuesto, eso sí. Demasiado ácido, maldito Cupido esquivo.



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Juntando letras






A la señá Teresa le hacían gracia mis gracias de zagal agreste ma non tropo. Me daba de merendar muchas tardes, y me daba -sobre todo- confianza y plática. Y yo le contaba, encantado y gustoso, mis cosicas, mis fantasías y mis sueños de huertanico en sazón. 

La señá Teresa había perdido a su único nieto, el Miguelín, que era de mi mismo año, aunque tres meses más joven. El Miguelín había nacido sietemesino y con algo muy delicado y malo en el corazón, y su tránsito por este bancal de lágrimas duró escasamente media docena de años. 
La señá Teresa era leída y escribida, y aunque había perdido la alegría de vivir, me recitaba de memoria y con ternura poemas de Gabriel y Galán, y me contaba cuentos de Calleja, que yo saboreaba a la par que su pan tierno del horno y su aceitico con pimentón. La señá Teresa me peinaba el eterno remolino rebelde del cogote, y me lo fijaba con un chorrico de limón. Y yo le confesaba que padre no me dejaba llevar el pelo largo, como George Harrison, menuda putada; le contaba mis notas del instituto, o le leía mis horribles poemas, los que escribía debajo del limonero donde el abuelo había enterrado a la mula Canela. 
— Tú vas a ser trovero, Marinico, como tu abuelo -me decía muchas veces. Aunque te guste el chau chau del Harrison ese, y la música, yo te veo más como juntaletras.

Y algo de razón puede que tuviera aquella buena mujer. Con el paso del tiempo me dejé el pelo largo, barba y bigote -cuando vengas de la mili haz lo que te salga el pijo con tu melena, me había dicho padre- aunque nunca aprendí a tocar la guitarra como Harrison, pero a veces me atrevo a juntar letras, como hoy, para recordar a la señá Teresa.



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Star






No te gustaba el barrio, éramos gente insulsa para ti, gente fea y zafia, que no entendía tus ínfulas de reina. Añorabas los cláxones, los neones multicolores y palpitantes de la ciudad... Madrid, París, ¿por qué no Nueva York, puestos ya a soñar? 


Tú no trabajarías en un almacén de frutas y hortalizas, envasando naranjas, nabos o pimientos morrones; ni de cocinera en el barucho de tu tío Carmelo; ni siquiera de mecanógrafa en una oficina, o en el ayuntamiento, como tu prima Engracia -casi trescientas pulsaciones por minuto, fíjate-. Tú serías actriz. Y de las buenas, con caché y con cohorte eterna de aduladores. Tú cogerías un día el tren, rumbo a la urbe, para hacerte diminuta hormiguita entre rascacielos implacables, de fauces insaciables. Pero nunca fuiste polvo de estrella. Nunca fuiste Gloria Swanson. Ni siquiera supiste escribir bien su apellido, me dijeron. 



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Pick-up




Alguien me ha dicho que "la Trini" está muy mal, en el hospital, con un pie más allá de la frontera. Trini, un lustro mayor que yo, era vecina mía en el año de la polka, hermana mayor de "El Pecas", mi mejor amigo, gran expoliador de nidos de cagarneras y gafarrones. 

Me llevaba loco -la Trini, claro- en aquellos tiempos de mi infancia huertana, de panizos, crillas y tomateras; de soplamocos y ranas. Ella leía fotonovelas, coleccionaba tebeos, tenía un pick-up y ponía a toda pastilla música de Los Sirex, Los Mustang, Los Salvajes... Y un día, un noviete "de la parte de Mursia" le regaló esta canción: Samantha, de The Spectrum. Y la ponía a todas horas y a toda pastilla, alborotando al vecindario. "Cojona con la Trini y su musiquica", decía mi abuela, sin ir más lejos, que tifaba más bien por Manolo Caracol; pero al Pecas y a mí nos encantaba la canción, y hasta nos fabricábamos guitarras de cartón y listonicos, y baterías con botes de detergente, y nos metíamos en el huerto del tío Maraña, y hacíamos trenzas musicales con las tardes de verano, berreando en presunto inglés: Shamanta s'mine, pijo...

Ojalá retire a tiempo ese pie que me dicen que tiene ahora más allá de la línea y dé marcha atrás. Y tenga aún musiquica para rato, que es todavía moza. Cojona.
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©  Joaquín Marín

13.10.13

Vilanos

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Boca

...agotados los besos, 
perdió sentido mi boca...



Joaquín Marín

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Atrezzo


Mientras te esperaba dejé libre mis ojos. Salieron de sus órbitas, y hasta de mí mismo, para vagar sin bridas por el entorno. Y se extraviaron en una calleja sucia, en la que el viento jugueteaba a arrastrar sin rumbo las hojas secas, los papeles rotos, las horas muertas... Olía el ambiente a orines y a olvidos, a ausencias y a podrida soledad. Y un gato lento y taciturno, como una tarde pobre de verano, acosaba sin prisa, con pesadez de paquidermo, una mariposa de atrezzo, regalo de la irrealidad... o de mi fiebre.
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Joaquín Marín


Flores de mercadillo




No sé ya qué ofrecerte. Me lo desprecias todo; te compré la Atlántida a plazos, y te pagué el viaje al mundo en ochenta días –una hora menos en Canarias-;  compré para ti el anillo de Saturno, que encaja estupendamente en tu dedo anular; robé las llaves del Paraíso soportando tres dentelladas del Can Cerbero y sus ladridos ensordecedores –insufribles, créeme-; te pago las clases de stradivarius –que así se llama  el violín que te merqué-; te he puesto un pisito en Salzburgo ,en la zona VIP…  y nada, tú ni caso… prefieres las florecicas del mercadillo de los martes…



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El duendecillo


Al destapar el tarro de mis sueños
andaba por allí el duendecillo, ése que sólo se me aparece cuando he sido demasiado bueno, y quiere ponerme la zancadilla. Amo, dijo, pídeme un deseo. Uno solo, eh, que te conozco…
Uno solamente… uno solamente… y sin vacilación alguna acerqué mis labios a su oreja de abanico, o de pámpano. El duendecillo esbozó una sonrisa pícara cuando escuchó mis palabras. Tienes buen gusto, pecador, murmuró mientras se concentraba en su histriónico ritual, siempre hace lo mismo cuando le pido un deseo: teatro.



Y te trajo hasta mí, trajo la honda poza de luz de tus ojos.
Y yo aparté el diamante de tu mirada y bebí en ella sólo la miel que tú reservas para la gente que amas.

Y te trajo hasta mí, trajo el talud sedoso de tu cuello, y permitiste que mi boca lo escalase sin prisa, convertida en seda y tormenta contenida mientras acudía a la cita de tu barbilla, a la antesala de tus labios, al estallido de fresa salvaje del beso.

Y te trajo hasta mí, trajo el palpitar convexo de tu pecho
para que hallara a ciegas bajo los montes el latido
de un corazón de nuevo acelerado, el tuyo. A ciegas, pero no  a oscuras,
porque mis dedos fueron llamas en tu piel, luciérnagas de fuego.

Y te trajo hasta mí, pero tuve miedo de que te hubiese traído a la fuerza, contra tu voluntad. Entonces me detuve. Y te pregunté si eras dueña de tus actos, si todo estaba transcurriendo según los dictados de tu libre albedrío…

-- No hagas preguntas estúpidas. Acaba en mi piel el poema que tanto has deseado escribir. Tú y yo hemos pedido el mismo deseo al duendecillo.


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La huida


Yo fui testigo del suceso. De tu escapada definitiva. De tu huida. Estaba haciéndole trenzas aburridas a la tarde de otoño, sentado sobre mi tristeza frente a tu casa, cuando escuché el crujido, y alcé la vista. Y vi cómo se resquebrajaba el ventanuco, y se deshacía en lágrimas de óxidos y cenizas la mosquitera, y cómo el tabique perdió la batalla; se hizo hueco, escapatoria hacia insospechados horizontes... 
Y vi tu cara entonces, enmarcada en el rectángulo de tu irrefrenable decisión... Y tu sonrisa.

┴ Espera. Espera un poco -te dije.

Y para ti pinté rápidamente un cielo azul sobre la mortaja del muro recién horadado. Y un sol que te sirviera de guía en la larga travesía hacia tu libertad.

┴ Sal ahora, vecina. Elige el rayo que más te guste y sigue su dirección. Y no mires atrás nunca. Nunca.


Ha quedado el sol pintado sobre campo de azules y cemento desarmado. Con él hablo de ti algunas veces, cuando hago trenzas a la tarde sentado sobre tu recuerdo.

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Joaquín Marín




12.10.13

Vínculos

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Entre todas las gentes del mundo
hacia ti dirigí mis pasos. Por ti enterré nombres,
rótulos e historias; huellas sin huella.

Abrí los ojos y los labios para mirarte y decir tu nombre.
Y lo pronuncié como besando luces y flores,
rayos de seda y licor de pétalos.

Y ya no hubo  en mi horizonte cielos oscuros, ni horas detenidas en silencios estériles.
Ni más descensos a las profundidades de ciertos abismos.
Ni más hielo en los espejos a los que me asomaba.

Valió la pena ser espuma errante y recalar en tu playa,
derramarme en tu arena y fecundarte de latidos marinos.
Y es hermoso vivir este instante en el que el azahar
ya no es aroma de brisas ajenas, de peregrinos pétalos desprovistos de sueños. Sino vínculo.
Saber que hoy mi piel existe por tu piel,
que mi tierra es la tuya, sin fronteras ni límites;
y mis nubes son las nubes de tu cielo.

Hasta aquí quise llegar, libre y con el alma sostenida
por la roca firme de tus dedos.

Por eso cierro definitivamente el cofre de los miedos,
me asomo a ti, a tus confines, a tus adentros…

Y digo sí.

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Joaquín Marín