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Orihuela, Alicante, Spain

28.10.13

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©  Joaquín Marín





He visto morir el día entre vaharadas de ausencias y temblorosos sudores de crisantemos. He visto cómo la temprana noche vestía al cielo con la mortaja del crepúsculo, y, ante mis ojos, a dentelladas de negras sombras, lo ha devorado.




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El quejido de las sirenas





Se había desbordado el río, sangrando a borbotones aquel crepúsculo de septiembre, y el rebombón de agua turbia sin bridas, como enloquecida, rebasaba ribazos y devastaba cañizos, bancales, copos y hasta el último cornijal aledaño a su cauce. 

Las lenguas de agua, dispersas y encabritadas, lamían -derritiéndolos en segundos- los montones de sacos areneros que los huertanos habían apilado, en balde, en las curvas más enclenques del cauce, en los meandros traicioneros, donde la serpiente de agua ensanchaba su vientre hasta reventar...

El trovero, el tío Marín, mi abuelo, rendido, impotente, arrojó la azada sobre la mota, y tomó la caracola que tenía preparada en un serón, por si fuese preciso besarla al revés, bufarla hasta expulsar de su interior el quejido de las sirenas vencidas. Y subió a lo alto del montón de estiércol, que pronto sería pasto de la corriente. Llevó hasta sus labios aquella concha retorcida, buscándole el orificio de los miedos, y vació sus pulmones y su rabia desgajando la atmósfera con aquel quejido de blasfemia sonora que pretendía avisar del peligro a los otros huertanos de tierras menos linderas, y ordenar a los parias de tierra adentro que fueran protegiendo con premura a la hembra, a los animales, a las criaturas y salvaguardando los cuatro enseres más preciados, porque las fauces salvajes del Segura se acercaban en serio, en torrentera,dispuestas a cobrarse sabe Dios qué deudas, con los mismicos ojos de las culebras de agua, inyectados de secretas venganzas...

Nunca antes, hasta aquel anochecer de septiembre tardío, había visto derramar una lágrima al abuelo. Pero yo sabía que eran las suyas lágrimas de rabia, no de mansa flojera, ni cobardía. Y por eso mi mano, cobijada con orgullo en las arrugas recias y duras de la suya, se sentía a salvo cuando regresábamos a casa por la vereda, con el agua más arriba de nuestros tobillos.

— Abuelo.
— Qué.
— Yo quiero que me enseñes un día a soplar la caracola.


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Trago amargo






Me había regalado la abuela Mercedes una camisa del mercadillo, muy apañaíca. Y yo la llevaba puesta. Me había dejado mi hermana Merceditas uno de sus pantalones vaqueros -asul selestes- que yo había conseguido endosármelos en mis cachas tras arduos esfuerzos.

Y yo los llevaba puestos, marcando paquete. Me había perfumado aquel domingo por la tarde, para borrar de toda mi epidermis cualquier rastro de "la pudor de l'horta". Y aún llevaba puesta aquella fragancia de lavanda -inglesa, de Gal- incluso en las ingles y las sobaqueras. También llevaba puestos los nervios encima, no dejaba de ser aún un zagalico inseguro y timorato. Un pipiolo.

Y de aquesta guisa -que diría el poeta tontoelcapullo- llegué a la puerta del Bar Las Vegas. Había llegado, adrede, por consejo del Ginés, que era un entendido en artimañas amatorias, tarde. Muy tarde. Casi media hora tarde.

— Hazte de rogar, Quino. Hazte el indiferente. Lo que yo te diga.
— Vale, Ginés.

Valentina estaría ya adentro. Esperándome, obviamente. Y pedí un cubalibre de ron al Chepaíco, el camarero. Y con él en la mano -el cubata, no el camarero- pasé al reservao...

Valentina se estaba morreando con el hijoputa del Pajarico... Cagoëntó.

Volví a la barra y me tragué a tragos amargos el cubata -de garrafa, además-. Sonaba en los altavoces "A horse whith no name"... El duelo con América fue menos duelo. Pero fue.


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Gusanico de sombra




El mismo día en que murió en un accidente de tráfico el cantante de Triana, Jesús de la Rosa, dejando una orfandad de voz incurable en el grupo andaluz, murió el tío Rate, El Bufas, en mi pueblo. Y murió éste de un dolor miserere, de improviso, a traición. 

Me lo contó madre, que me llamaba cada tarde al cole de Bilbao, adonde habían destinado a su Joaquinico. Madre mía, qué miedo, por dios, su hijo allá con los de la ETA. 

Nadie lo esperaba. La muerte del Rate, digo. Le llamábamos el Bufas por sus famosas ñoras, cogorzas o melopeas, como guste el lector llamar a las borracheras diarias del susodicho.

Recuerdo cómo agrietaba las madrugadas huertanas con su pastosa voz, cuando regresaba a casa pedo perdío desde la bodega del Lorente o del puticlú La Báscula, cantando -o desafinando más bien- por Farina, "vino amargo es el que bebo por culpa de una mujer", desgarrando la quietud de las sombras con el acento de su voz alcohólica desatada, asustando a los guiños de luz de las luciérnagas -gusanicos de luz- con sus desatinos sonoros. 

El tío Rate El Bufas estaba alcoholisao perdío, pero era un buen hombre. Por eso su mujer, la señá Virtudes, a pesar de todo, le trató con devoción conyugal huertana y con ternura hasta su último suspiro. Y se vistió de negro riguroso por él, por su hombre. Y hasta se cobijó ya para siempre en la cueva de su soledad y su silencio, hasta hacerse invisible... gusanico de sombra. 



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Lenguaje oral



Elena, la del Pocho, tenía los muslicos más hermosos del contorno, con diferencia. Y la parte pectoral también. El Ginés, mi compare de hoy -y entonces vecinico con derecho a roce de la Elena- , nos contaba al resto de pasmaos del lugar sus anécdotas de alcoba y corregüelas con Miss Muslos y Ubres. 

Y se explayaba a gusto en las respuestas a nuestros morbosos interrogatorios -formas, texturas, sabores, olores, ya se puede imaginar el lector- mientras nos fumábamos, camuflaos entre los cañales, un paquete de celtas cortos entre amagos de arcadas y mareos. 
Un día, el Ginés, balica perdía de nacimiento, nos confesó mientras nos bañábamos en cueros en los azudes del Molino Martalo que practicaba el fransés con la Elena "vezencuando", con nocturnidad y gula, allá por los cornijales de la balsa del tío Cleto.

— La Elena no sabe fransés, trolero -dijo el Serafín, que aparte de envidioso era medio tontoelpijo.
— Pues será latin, chaval -sentenció el Ginés.



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Polisílabas






De imberbe, cuando no encontraba margaritas por los costones, cogía mandarinas, que también son polisílabas y tienen rima asonante, y en vez de deshojar pétalos comía gajicos dulces: me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere... los engullía con mi mente puesta en Daniela la del tío Cascales, ... y aunque siempre acababa llevándome a la boca un rotundo no, el duelo con mandarinas era menos duelo... A veces, aparte del corazón destrozado, acababa con el estómago descompuesto, eso sí. Demasiado ácido, maldito Cupido esquivo.



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Juntando letras






A la señá Teresa le hacían gracia mis gracias de zagal agreste ma non tropo. Me daba de merendar muchas tardes, y me daba -sobre todo- confianza y plática. Y yo le contaba, encantado y gustoso, mis cosicas, mis fantasías y mis sueños de huertanico en sazón. 

La señá Teresa había perdido a su único nieto, el Miguelín, que era de mi mismo año, aunque tres meses más joven. El Miguelín había nacido sietemesino y con algo muy delicado y malo en el corazón, y su tránsito por este bancal de lágrimas duró escasamente media docena de años. 
La señá Teresa era leída y escribida, y aunque había perdido la alegría de vivir, me recitaba de memoria y con ternura poemas de Gabriel y Galán, y me contaba cuentos de Calleja, que yo saboreaba a la par que su pan tierno del horno y su aceitico con pimentón. La señá Teresa me peinaba el eterno remolino rebelde del cogote, y me lo fijaba con un chorrico de limón. Y yo le confesaba que padre no me dejaba llevar el pelo largo, como George Harrison, menuda putada; le contaba mis notas del instituto, o le leía mis horribles poemas, los que escribía debajo del limonero donde el abuelo había enterrado a la mula Canela. 
— Tú vas a ser trovero, Marinico, como tu abuelo -me decía muchas veces. Aunque te guste el chau chau del Harrison ese, y la música, yo te veo más como juntaletras.

Y algo de razón puede que tuviera aquella buena mujer. Con el paso del tiempo me dejé el pelo largo, barba y bigote -cuando vengas de la mili haz lo que te salga el pijo con tu melena, me había dicho padre- aunque nunca aprendí a tocar la guitarra como Harrison, pero a veces me atrevo a juntar letras, como hoy, para recordar a la señá Teresa.



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Star






No te gustaba el barrio, éramos gente insulsa para ti, gente fea y zafia, que no entendía tus ínfulas de reina. Añorabas los cláxones, los neones multicolores y palpitantes de la ciudad... Madrid, París, ¿por qué no Nueva York, puestos ya a soñar? 


Tú no trabajarías en un almacén de frutas y hortalizas, envasando naranjas, nabos o pimientos morrones; ni de cocinera en el barucho de tu tío Carmelo; ni siquiera de mecanógrafa en una oficina, o en el ayuntamiento, como tu prima Engracia -casi trescientas pulsaciones por minuto, fíjate-. Tú serías actriz. Y de las buenas, con caché y con cohorte eterna de aduladores. Tú cogerías un día el tren, rumbo a la urbe, para hacerte diminuta hormiguita entre rascacielos implacables, de fauces insaciables. Pero nunca fuiste polvo de estrella. Nunca fuiste Gloria Swanson. Ni siquiera supiste escribir bien su apellido, me dijeron. 



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Pick-up




Alguien me ha dicho que "la Trini" está muy mal, en el hospital, con un pie más allá de la frontera. Trini, un lustro mayor que yo, era vecina mía en el año de la polka, hermana mayor de "El Pecas", mi mejor amigo, gran expoliador de nidos de cagarneras y gafarrones. 

Me llevaba loco -la Trini, claro- en aquellos tiempos de mi infancia huertana, de panizos, crillas y tomateras; de soplamocos y ranas. Ella leía fotonovelas, coleccionaba tebeos, tenía un pick-up y ponía a toda pastilla música de Los Sirex, Los Mustang, Los Salvajes... Y un día, un noviete "de la parte de Mursia" le regaló esta canción: Samantha, de The Spectrum. Y la ponía a todas horas y a toda pastilla, alborotando al vecindario. "Cojona con la Trini y su musiquica", decía mi abuela, sin ir más lejos, que tifaba más bien por Manolo Caracol; pero al Pecas y a mí nos encantaba la canción, y hasta nos fabricábamos guitarras de cartón y listonicos, y baterías con botes de detergente, y nos metíamos en el huerto del tío Maraña, y hacíamos trenzas musicales con las tardes de verano, berreando en presunto inglés: Shamanta s'mine, pijo...

Ojalá retire a tiempo ese pie que me dicen que tiene ahora más allá de la línea y dé marcha atrás. Y tenga aún musiquica para rato, que es todavía moza. Cojona.
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©  Joaquín Marín

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