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Orihuela, Alicante, Spain

5.12.14

C'était l'hiver


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©  Joaquín Marín

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A lo lejos



Las ocho y media de la mañana. Es un día recién lavado, tendido al sol otoñal, perfumado a las finas hierbas y planchado con recuerdos de luna.
Como yo, inmóvil e indeciso, un pájaro humilde —apenas un manojillo de plumas— mira al horizonte, allá a lo lejos, esperando el sol disperso, todavía atrapado en la neblina, aguardando la caligrafía de la luz.


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Un cielo turbio



Entre morir y no morir elegí dar un paseo, viajar despacio, sin equipaje, a los inviernos en los que los navegantes se extravían y vagan sin destino.Había sobre el capítulo cerrado de mis ojos un cielo difuso, turbio, como cortado en pedazos, salpicado de nubes de las que no suelen aparecer los domingos y festivos. Mis pies, como hojas amarillas, se acomodaron al viento de la tarde, y en los renglones de las últimas sombras escribieron en huella mayúscula la dirección de tu sonrisa, por si alguien alguna vez, vestido con mis ropas, aceptase mi herencia y transitara hacia tu boca...


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Diciembre


Alguna vez fue diciembre, y no había ninguna silla vacía en torno a la mesa. El abuelo asaba generosos trozos de pavo —este trocico de buche pal sagal, si faltara pa pan— y la bota de vino no paraba ni un segundo; de tío en tío, de primo en primo. Las mujeres vestían de rosas sus mejillas. Y la fuente con las toñas de miel, los mantecaos y los turrones estaban allá, sobre la cómoda, junto al coñá y la mistelica.
El sagal del buche era yo, el zagal del tío Marín. Joaquín como el abuelo y Joaquín como el padre. La estancia olía a leña de limonero,  a gramizas y a la colonia de las tías, la Sunsión y la Maruja, que más tarde me llevarían a la misa de gallo...
Alguna vez, años más tarde,  volvió a ser diciembre.  Y ya la silla del abuelo estaba en un cornijal de la casa, vacía. Y su boina negra y su chaqueta de pana guardadas en un arcón, en el sótano del pasado. La bota de vino seguía viajando, pero era un vino amargo, como picado, agriado por la tristeza... Las tías, la Sunsión y la Maruja, no regaban ya sus arrugas con la colonia de granel, aunque irían —sin el sagal— como siempre a la misa de gallo, arrebujadas en sus negros chaquetones...   El sagal salía ya solo, con sus amigos a patear las calles, "no bebas mucho, Joaquinico"...  Se había quedado tan sin nadie, tan vacío, que aquella nochebuena  le lloraron las hojas de la noche mientras sus pasos, como piedras oscuran, rodaban desde la huerta hacia el centro de la ciudad, donde el Ginés le esperaba con una pandereta y una botella de sidra. Por si se animaba.
Ahora también es diciembre. Y prefiero callar...

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La fuga




En este muro inhóspito viví catorce meses y dos inviernos, padecí las desdichas de la soledad, mordí la inocencia del olvido y creo que hasta morí, aunque sea un tanto así. Ahora me doy cuenta de que no he sido un jazmín, sino una brizna de vida de mi dueño, y ya no reconozco los rocíos ni los rigores del agosto infernal del vivir mío. Los pájaros me miran y saben que soy de nuevo la antesala de un muerto en vida. Me cuesta creer en el futuro y mis manos ya no tienen fuego, ni siquiera piel. Es peligroso caminar, pero me escapo y quiero volver al vino de mi casa, a la calle sucia donde abrí los ojos, a los amores perdidos, aunque sean ceniza desarraigada. Huyo hacia atrás, porque el futuro se quiere convertir en la cárcel de mi pasado. Y me aterra.





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Fátima





Fátima sabe que no está en Fez, en su pequeña aldea cercana a la ciudad. Sabe que estas palmeras no son las suyas, aquéllas que le dieron cobijo nada más abrir los ojos, como quien dice, mientras se alimentaba observando la cara de miel, canela y almendras de su madre, y las lágrimas furtivas de la abuela Hasnae. Fátima está esperando a que sean las cinco para recoger a su pequeño Ahmed, a la salida de la escuela, y mientras llega la hora ha decidido dar un pequeño paseo por el contorno. Desde el patio del colegio, muy cercano, llegan volando a través de la megafonía sonidos de villancicos, algarabía sonora de panderetas, campanillas y voces blancas... Fátima no entiende de navidades, aunque es su tercer diciembre ya en estas tierras nuestras. Pero sí entiende de los olores universales, del suave baile de las palmas mecidas por el viento, del vuelo frágil y temeroso de los gorriones humildes... y cierra los ojos para agudizar todos sus sentidos... y regresar al ayer.

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La pobre ciudad en invierno




<<La Place Rouge était vide...>>    y los dos extendíamos nuestras piernas polvorientas de nieve mientras caminábamos bajo un cielo gris puro y duro. La plaza parecía una araña muerta entre el frío olor a matadero, sepultada en ceniza helada. Fumábamos nuestro último cigarro, compartido, mientras ignorábamos las noticias abrumadoras, las páginas de los periódicos, las voces extrañas en la radio... Sabíamos que se avecinaba la noche con sus dientes de pantera, y que en algún lugar de Moscú, en algún cabaret desahuciado, nos estarían esperando los demás españoles, algunos hasta bailarían patosos, entre el humo y algún tintineo espaciado de copas desangeladas. No teníamos ya —ni ellos ni nosotros, Rocío- un duro, y parecíamos seres fugados con sus únicas pertenencias, un pasaporte y unas fotos en blanco y negro de nuestros padres, y de nuestros barrios respectivos. Tú, además, la de tu perrita Linda, que tantos años fuera tu sombra, como tu alma de cuatro patas, contaste. 
Y yo conté antes de la última calada, que había crecido en una calle triste, contemplando diariamente el mercado de la verdura, la ferretería de mi vecino el asmático y viviendo pobres domingos sin monedas, otoños sin hojas que llegasen hasta mis bambas, inviernos color de difuntos, veranos en los que sólo venía hasta mi ventana la luna ciega, y primaveras... No me dejaste continuar. 

Fue el tuyo un beso fiero y desesperado, andaluz, con sabor a tabaco rubio de contrabando. El primero y el único. Y cuando lo recuerdo, como hoy, me pongo a bailar de nostalgia. 


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El aire que se deshoja


Me obligas a volar hacia el archipiélago del frío, hacia el cielo de las rocas de hielo, hacia esa ciudad vacía en la que ya no hay resurrección. Has conseguido que me rinda, que entierre mis primaveras  bajo la suela del silencio, donde ya nadie podrá contar historias amables de un hombre y una mujer, trajines de pájaros enemigos, ensoñaciones de los toros convertidos en bueyes... Todo molesta a tu imposible amor, hasta las sábanas revueltas, que alguna vez fueron tu júbilo, la razón de tu pecho henchido, de tu sonrisa... A mí también ya me molesta todo, hasta el caballo desbridado de la lluvia, y los negros trenes que se me escapan, desesperados.
Vuelve, me dice una guitarra abandonada... Pero ya es tarde, hace frío, y la puerta que he cerrado ya no existe. Soy ya fantasma en el vacío, y la señora negra que decapita las ilusiones me está mirando fijamente... y no sé esquivarla... No hay manera.

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1 comentario:

Sofía Serra dijo...

Es tu palabra un refugio seguro, Joaquín.
Por si de algo te sirve el sentir de una que nació en un diciembre, te lo digo.
Abrazo. Y besos.
Y gracias.