Nos habían hablado a los de mi
edad tan poco del poeta… Nada en la escuela, por supuesto, y apenas una escueta
referencia, aséptica y como para salir del paso en el instituto, durante el
bachillerato. Genial epílogo de la generación del 27, y poco más. En el año
1976, en “su pueblo y el mío”, no era
todavía políticamente correcto esgrimir con orgullo el nombre de Miguel,
reivindicar su cuna, exhibirlo como oriolano universal. Al menos para una
amplia mayoría, los ciudadanos de bien, los que no querían, ni en pintura,
hacerle la ola al “rojo ese”. Al enemigo ni agua.
Pero precisamente agua y color,
caudal de sentimientos y pinturas apasionadas, se pudieron sentir, saborear, en
aquel año del 76. Porque en Orihuela también había paisanos del poeta que no se
resignaban a ser bueyes, ni indiferentes desafectos, y decidieron –obviamente
sin ningún caluroso apoyo oficial- hacer un homenaje popular al “sagal del
Visenterre”. Cosas del rojerío.
Y estalló aquel año el color en
el Barrio de San Isidro. Múltiples fachadas de sencillas y humildes casas del
lugar se vistieron de gala. Del corazón y de la mano de muchos artistas,
aquellos bastidores de yeso o cemento recibieron húmedas pinceladas de arcoiris, que el viento
del pueblo convirtió –por fin- en dentelladas secas y calientes, mordeduras al
olvido.
Y brotó también un caudal de
voces, de miradas, de complicidades, de música, de himnos… Recuerdo la Plaza de
Santa Lucía, aquellas congregaciones nocturnas de gente ávida de sensaciones
nuevas; aquella embriaguez poética, aquel sentirte flotar mientras escuchabas a
Lola Gaos contar anécdotas –menuda roja esa también, tú- o te parabas a
escuchar, a beber, los versos de Blas de Otero, o los Gabriel
Celaya, leídos por alguien con acento inequívocamente vasco… Y sobre todo la noche en que al llegar a casa desenrollé el conocidísimo retrato que Buero Vallejo hiciera a Miguel estando ambos entre rejas, y lo coloqué –rayando en el éxtasis- en una de las paredes de mi habitación, la primera que veía cada mañana al abrir los ojos…
Celaya, leídos por alguien con acento inequívocamente vasco… Y sobre todo la noche en que al llegar a casa desenrollé el conocidísimo retrato que Buero Vallejo hiciera a Miguel estando ambos entre rejas, y lo coloqué –rayando en el éxtasis- en una de las paredes de mi habitación, la primera que veía cada mañana al abrir los ojos…
Ya no tengo veinte años. Lejos
queda aquella década de los setenta. Vivo en otro siglo, en otra casa, y al
despertar ya no contemplo en la pared de mi habitación los grandes ojos de
aquel preso que se hizo tan alto de mirar a las palmeras. Ya no tengo los bríos
juveniles de entonces, aquéllos que me permitieron eludir –a patica viva- los
porrazos de algún que otro uniformado que esgrimió su “delicada poesía” en La
Glorieta, persiguiendo lomos en donde dejar bien selladas sus contundentes
metáforas.
Ya no tengo veinte años, cierto.
Y admito que tampoco aquella capacidad de embriagarme con idealismos, o con
porros. Pero sigo teniendo los poemas de Miguel en mi mesita de noche. Y sigo
leyéndolos a menudo, porque la mejor forma de homenajear a un poeta es leer su
obra. Y hacerla tu compañera.
Ya no tengo veinte años. Pero
este fin de semana próximo volveré al Barrio de San Isidro, y me mezclaré con
la gente, incluso con aquellos que entonces estaban tras el matorral y ahora se
hacen fotos oficiales y hasta son capaces de recitar de memoria cuatro versos
de las Nanas de la cebolla poniendo
cara de velocidad, ya me entienden. No veré a Lola Gaos, claro; ni podré
escuchar al grupo Jarcha –emotivo su concierto en el Teatro Circo aquel año- ni
los versos de Blas Otero…Pero vendrá conmigo mi hija, a quien hablaré de Miguel Hernández, de
sus cabras, de lo mal que jugaba al fútbol y lo bien que escribía el jodío… Y de la suerte que ha tenido
ella de haber nacido en unos tiempos más civilizados, en los que no hace falta
ponerte unas zapatillas deportivas –por si las porras- para ir a homenajear a
un ser humano
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