EL DUENDECILLO
Al destapar el tarro de mis sueños
andaba por allí el duendecillo, ése que sólo se me
aparece cuando he sido demasiado bueno, y quiere ponerme la zancadilla. Amo,
dijo, pídeme un deseo. Uno solo, eh, que te conozco…
Uno solamente… uno solamente… y sin vacilación alguna
acerqué mis labios a su oreja de abanico, o de pámpano. El duendecillo esbozó
una sonrisa pícara cuando escuchó mis palabras. Tienes buen gusto, pecador,
murmuró mientras se concentraba en su histriónico ritual, siempre hace lo mismo
cuando le pido un deseo: teatro.
Y te trajo hasta mí, trajo la honda poza de luz de tus
ojos.
Y yo aparté el diamante de tu mirada y bebí en ella sólo
la miel que tú reservas para la gente que amas.
Y te trajo hasta mí, trajo el talud sedoso de tu
cuello, y permitiste que mi boca lo escalase sin prisa, convertida en seda y
tormenta contenida mientras acudía a la cita de tu barbilla, a la antesala de
tus labios, al estallido de fresa salvaje del beso.
Y te trajo hasta mí, trajo el palpitar convexo de tu
pecho
para que hallara a ciegas bajo los montes el latido
de un corazón de nuevo acelerado, el tuyo. A ciegas,
pero no a oscuras,
porque mis dedos fueron llamas en tu piel, luciérnagas
de fuego.
Y te trajo hasta mí, pero tuve miedo de que te hubiese
traído a la fuerza, contra tu voluntad. Entonces me detuve. Y te pregunté si
eras dueña de tus actos, si todo estaba transcurriendo según los dictados de tu
libre albedrío…
-- No hagas preguntas estúpidas. Acaba en mi piel el
poema que tanto has deseado escribir. Tú y yo hemos pedido el mismo deseo al
duendecillo.
Orihuela, 4 de abril de
2011
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