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El beso
El beso
Mientras te esperaba miré a lo lejos, a la inmovilidad mansa del horizonte. Se besaban el cielo y la tierra con labios encendidos, como si de un beso desesperado se tratara.
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Un aire oscuro
Eran las seis y veinte de la soledad. En el cielo sólo quedaban ya los esqueletos olvidados de las horas precedentes; habían ardido sin prisas, como el carbón. El sonido dolorido y afónico de una campana remota azotaba el aire, un aire oscuro como manchado de humo.
A las seis y veinticinco escuché los pasos lejanos y cansados del crepúsculo. Se acercaba a mí convertido en mendigo ciego, buscando a tientas las rendijas de las claridades. Al llegar a mi altura le ofrecí mi botella de vino amargo.
Ahora somos amigos. Y borrachos.
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Os pesa tanto la vida que ya transitáis despacio por las aceras, como hojas expulsadas del árbol paraíso, condenadas ya al trote eterno, al agua imposible, a la sed.
Os recuerdo cuando por vuestras venas corría veloz el goce sin descanso, cuando vuestras manos apresaban el mundo, cuando convertíais las noches vírgenes en madrugadas puras de tanta impureza, cuando amábais por los rincones de pie, de rodillas, de pensamiento, obra u omisión... Os quemaba la sangre, y con ella hacíais arder Troya...
¿Qué ha pasado? Salta el sol de rama en rama y ya no os roza, ya no os pasa a cuchillo con sus rayos de fuego. Ya no estáis. Ya no sois...
Como hojas expulsadas del árbol paraíso, repito, os perdéis por las últimas aceras, a merced de la última ráfaga del insensible viento.
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