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Boca
...agotados los besos,
perdió sentido mi boca...
Joaquín Marín
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Atrezzo
Mientras te esperaba dejé libre mis ojos. Salieron de sus órbitas, y hasta de mí mismo, para vagar sin bridas por el entorno. Y se extraviaron en una calleja sucia, en la que el viento jugueteaba a arrastrar sin rumbo las hojas secas, los papeles rotos, las horas muertas... Olía el ambiente a orines y a olvidos, a ausencias y a podrida soledad. Y un gato lento y taciturno, como una tarde pobre de verano, acosaba sin prisa, con pesadez de paquidermo, una mariposa de atrezzo, regalo de la irrealidad... o de mi fiebre.
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Joaquín Marín
Flores de mercadillo
No sé ya qué ofrecerte. Me lo desprecias todo; te compré la
Atlántida a plazos, y te pagué el viaje al mundo en ochenta días –una hora
menos en Canarias-; compré para ti el anillo
de Saturno, que encaja estupendamente en tu dedo anular; robé las llaves del
Paraíso soportando tres dentelladas del Can Cerbero y sus ladridos
ensordecedores –insufribles, créeme-; te pago las clases de stradivarius –que así se llama el violín que te merqué-; te he
puesto un pisito en Salzburgo ,en la zona VIP…
y nada, tú ni caso… prefieres las florecicas del mercadillo de los
martes…
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Al destapar el tarro de mis sueños
andaba por allí el duendecillo, ése que sólo se me
aparece cuando he sido demasiado bueno, y quiere ponerme la zancadilla. Amo,
dijo, pídeme un deseo. Uno solo, eh, que te conozco…
Uno solamente… uno solamente… y sin vacilación alguna
acerqué mis labios a su oreja de abanico, o de pámpano. El duendecillo esbozó
una sonrisa pícara cuando escuchó mis palabras. Tienes buen gusto, pecador,
murmuró mientras se concentraba en su histriónico ritual, siempre hace lo mismo
cuando le pido un deseo: teatro.
Y te trajo hasta mí, trajo la honda poza de luz de tus
ojos.
Y yo aparté el diamante de tu mirada y bebí en ella sólo
la miel que tú reservas para la gente que amas.
Y te trajo hasta mí, trajo el talud sedoso de tu
cuello, y permitiste que mi boca lo escalase sin prisa, convertida en seda y
tormenta contenida mientras acudía a la cita de tu barbilla, a la antesala de
tus labios, al estallido de fresa salvaje del beso.
Y te trajo hasta mí, trajo el palpitar convexo de tu
pecho
para que hallara a ciegas bajo los montes el latido
de un corazón de nuevo acelerado, el tuyo. A ciegas,
pero no a oscuras,
porque mis dedos fueron llamas en tu piel, luciérnagas
de fuego.
Y te trajo hasta mí, pero tuve miedo de que te hubiese
traído a la fuerza, contra tu voluntad. Entonces me detuve. Y te pregunté si
eras dueña de tus actos, si todo estaba transcurriendo según los dictados de tu
libre albedrío…
-- No hagas preguntas estúpidas. Acaba en mi piel el
poema que tanto has deseado escribir. Tú y yo hemos pedido el mismo deseo al
duendecillo.
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La huida
Yo fui testigo del suceso. De tu escapada definitiva. De tu huida. Estaba haciéndole trenzas aburridas a la tarde de otoño, sentado sobre mi tristeza frente a tu casa, cuando escuché el crujido, y alcé la vista. Y vi cómo se resquebrajaba el ventanuco, y se deshacía en lágrimas de óxidos y cenizas la mosquitera, y cómo el tabique perdió la batalla; se hizo hueco, escapatoria hacia insospechados horizontes...
Y vi tu cara entonces, enmarcada en el rectángulo de tu irrefrenable decisión... Y tu sonrisa.
┴ Espera. Espera un poco -te dije.
Y para ti pinté rápidamente un cielo azul sobre la mortaja del muro recién horadado. Y un sol que te sirviera de guía en la larga travesía hacia tu libertad.
┴ Sal ahora, vecina. Elige el rayo que más te guste y sigue su dirección. Y no mires atrás nunca. Nunca.
Ha quedado el sol pintado sobre campo de azules y cemento desarmado. Con él hablo de ti algunas veces, cuando hago trenzas a la tarde sentado sobre tu recuerdo.
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Joaquín Marín
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