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Orihuela, Alicante, Spain

11.10.14

Heraldos de noviembre

Joaquín Marín


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Fulles grogues




Volarán tus hojas, amarillas de soledad y escarchas frías, y caerán a tierra. Es la ley de los almanaques. Pero tu corazón no está muerto, late dentro de ti con la humildad levemente sonora de los besos ocultos, furtivos. Resistirá con la rigidez de los sarmientos, con el mutismo de los cementerios, bebiendo la hiel de las bóvedas oscuras que se descuelgan del tiempo.Callará mientras las savias lentas transiten sin brío por las callejas ocultas bajo tu corteza. Y algún día, cuando las piedras blancas brillen al sol tras las lluvias, las arterias se llenarán de vida y miel, y tu corazón respirará como el de los perales, los ciruelos, los cerezos...


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"...la luz y el equilibrio del otoño..."




Él se marchó en noviembre, y la piedra se cubrió de versos de oro, poemas de canela y miel y melancolía amasada en dulzura. Y tú ahora, con los pies enredados en briznas de flores mustias haces temblar tus labios musitando cartas que nunca antes leíste, tejiendo palabras de hiedra que nunca urdiste, inventando telarañas que puedan atrapar esos peces decididos y escurridizos, que remontan los ríos para recuperar sus orígenes... 


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Si os digo que sufrí mucho...




Aquella vez iba en serio la muerte. Y te miraba. Tus ojos eran álamos con temblor de campana. Tenías miedo. Hacía frío, y era redonda la tarde, preñada de augurios desangelados. El otoño había aplastado tu sombra contra el asfalto, y sonaban las horas en tu mente como susurros hueros, escapados de una guitarra desvencijada, sin bridas ni armonía. Te miraba la muerte, iba en serio, y tenías miedo...

Muerte, hija de puta, no te basta con tantos huesos?... 

Tu voz ya era angustia, sorda y aterrada, amarga, desarmada. Llovían agujas eternas en tu paladar desquiciado, en tu garganta quebrada como un vuelo de ave súbita. Y de tus ojos caían cifras perdidas, besos de ceniza, pájaros malheridos, horas secuestradas, llantos cautivos. Y te vi partir  con tu soledad mojada, galopando contra el viento sobre gotas sepultureras. Aquella vez iba en serio la muerte, hermano.

Y hoy, con tanto tiempo pasado, mi corazón ha caminado hasta el lugar donde alguna vez hubo sonrisas, fuegos, aleteos a la deriva de navíos de tierra adentro y las frutas de la pasión... Y ya sólo había una cruz sin la verticalidad que conduce a los cielos, y unas flores de plástico, doblemente inútiles, como mi lamento.

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La soledad que deja el día




Si te vas, yo voy a cerrar los ojos para no ver la hojarasca de tus huellas arrastradas por la acera bajo la lluvia que amé. Y voy a borrar de la pizarra mi corazón interminable. Dejaré crecer dentro de mí cereales nuevos para alimentarme sin abrir la boca. Y seré un ser oscuro, un pozo en el que la soledad anide sin estrellas.

Si te vas, yo no querré más besos, sólo ensoñaciones,  simples recuerdos leves, como zumbidos de abejas; calendarios desnudándose de sus estrofas pasajeras. No hablaré en ningún idioma para no sentir en mis labios el temblor de palabras que pronuncié a tu oído, para no referir historias de derrotas, de guerras sin sobrevivientes, de raíces vivas que acaban en rizomas de muerte.

Recorreré en silencio la ciudad muerta, si te vas, y contaré los cuervos que habiten entre las ruinas de las calles desmoronadas; respiraré el aire espeso de las desdichas, y los aromas asfixiantes de los jardines que perdieron las sedas, las pulpas, todos los signos de la belleza…

Dejaré que se agusanen los meses como lo hacen las manzanas olvidadas en la despensa, y regresaré al vino de los amores perdidos para no volver a ninguna cárcel, a ningún laberinto de vello y piel, a ningún pubis, a ninguna abeja reina que me devore después del éxtasis.

Si te vas, yo me esconderé en el reloj de un campanario, y una madrugada fría me despeñaré libremente, antes de que el alba me niegue sus primeras luces. Reniegue de mí, como tú, y no quiera retenerme en el amanecer de su pecho...


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Como entre vidrios rotos




No renuncio a la pasión de la primavera, pero ahora no hay nadie en esta casa y, mientras te espero,  me miran con cierto desdén los agujeros de las paredes —antiguos cuadros descolgados— , algunos trozos deshilachados de la alfombra, el almanaque sucio de la cocina, entre recuerdos de cebolla y bacon. 
No renuncio a la pasión de la primavera, no, pero en el jardín hay unas sillas cojas, y un perro apático como un caballo de cartón de mirada estúpida. Y una mesa taladrada por las gruesas goteras de los inviernos. Y libros sin deshojar.
No renuncio a la pasión de la primavera, pero, mientras llega, mientras regresas tú por el camino por donde alguna vez transitó la alegría, crujo como la ventana zarandeada por el viento, y bebo cerveza amarga mientras contemplo y mastico el hojaldre apenas comestible de la ciudad.


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La melancolía del pez inmóvil






Te sentías como un trozo de queso gris, toda tu alma gruyère, y todo lácteo tu sudor de hombre cansado. Pero abriste la ventana de tu tarde de otoño y, pisando la hojarasca sepultada en temores, te acercaste al mar. En él, en su regazo de corales fríos, dormían rosas mustias, mecidas por unas olas sin fe marina, sin timón ni brisas. En una esquina del crepúsculo vertían las nubes lágrimas azules sobre los paquidermos anclados al otro mundo, y tú cerraste los ojos para volver a las calles de tu infancia, a la ferretería donde vendían jaulas y regalaban caramelos de eucalipto; a los estrechos callejones que envejecían sin darse cuenta, meados por los perros canijos, sin dueño y sin ladrido; a las torres, que hablaban en voz alta, elevando hacia el cielo crujidos de incienso y aromas de campana; y a la placeta aquella, donde en las vísperas de soledades, bailabas en silencio bajo la farola, abrazado a la nada de tu niñez, tu adolescencia, tu mocedad…



Antes de ver el pez inmóvil de tu miedo, recordaste tiempos de cerezas, de muchachas diáfanas, de guitarras que brillaban en la superficie de los vasos de vino. Vinos rosados, los primeros; vinos recios, como de lobos de mar; vinos incendiados después, como de rosas púrpura… Vino, vino. 



Vino después la noche, y la luna se bañó ante tus ojos con sus albahacas marinas, de plata; y ejecutó sobre el espejo rugoso del agua la danza de su cara oculta, y te tendió su mano. Y, como en la placeta aquella, territorio en donde entierran las olas sus secretos, bailaste en silencio con ella, abrazado a la nada de aquel noviembre, casi tu invierno.

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La luz agoniza desde el amanecer








Me dejé retratar por el hombre del espejo. No me importó que me encontrara allí, de aquella guisa, tocando fondo en las patagonias de tu papelera de reciclaje. No me importó, no. Hay confianza. Y hasta posé tal cual, con mi condición recién adquirida de kleenex usado y tirado, de rotundo cero a la izquierda, tan ninguneado siempre. Y hasta le pregunté si sabía quién dicta los castigos para los lances amorosos, quién los pasa a cuchillo o a fuego… Le pregunté qué es mejor, ser esqueleto de serpiente o de pez payaso; qué es preferible, morir como abeja, como paloma torcaz o como nardo; soplar por los ventisqueros o temblar de miedo en los estanques donde braman los sapos cancioneros en celo; ser ojo, mano, calavera, tripa…



No me la das con queso, me respondió al fin, levantando el dedo del obturador de su mirada. No. No te disfraces de ciudad aniquilada, dijo; no inventes metáforas, porque no eres un anillo dorado muerto en el dedo anular de las desdichas; no juegues a ser raíz retorciéndose de sed en la oscuridad, ni a ser un herido más en la zarza del amor… No seas pose, no seas teatro… Sé muy bien que sabes adelgazarte como un delirio de violín, pero también sabes enterrar en el páramo huesos de la alegría, que prenden y repueblan la soledad de tambores y truenos inusitados, para erizarla con renovadas enredaderas tejidas con tus propias manos… No digas que no tienes sangre —además de la que rezuman tus heridas— porque con hojas muertas de tu jardín y un poco de agua sabes amasar besos que alegran hasta el dolor, que duelen hasta la alegría. Y labios y dientes que devoran como lo hacen las águilas hambrientas...


Tú no eres un kleenex, eres un fruto prohibido, un dios desamparado, varado en el lodazal de un amor hostil, preso con cadenas en tu propio edén, flor canívora que se alimenta de sí misma, girasol sin soles que te orienten, deshecha sábana de una cama salvaje… 



Eso me dijo el hombre del espejo. Y comprendí que no todo estaba perdido. Tal vez.



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Vuelve, me dijo una guitarra






Para soportar el silencio que ha clavado en tu alma esa mujer, te subes cada tarde a la cima de su ausencia, y oteas con desasosiego el horizonte agónico de tus débiles esperanzas, vanas ilusiones. Y te preguntas si el desahucio durará unos segundos más, una semana, todo un siglo... si será para siempre...

Y tus ojos se dirigen hacia las riberas, donde los ocasos queman cañizos, horas muertas y hombres deshabitados; y no descubres gentes alegres, niños en desbandada dichosa, tan sólo un reloj de arena macilenta que anda sin prisas, latiendo al son de su corazón oxidado. Y te preguntas por qué os mató la poesía una estrofa prosaica, aunque noble, que ya creíais pasajera... 

Y hoy tampoco encuentras la calle de su boca, ni el techo humilde que os cobijaba. Y te das cuenta que has sido simplemente un hombre de paso, transeúnte en el desierto de su piel pródiga. Y sufres al saber que detrás de la luna no se advierte el vuelo de ninguna paloma mensajera, y que te toca regresar, como cada crepúsculo baldío, al vino amargo de tu casa vacía, pintada de silencio gris condena; con los labios agrietados de tanto hueco de besos y de nombres innombrables. Volver, sí, abatido y caminando hacia atrás, hacia la cárcel, a habitar la celda inhóspita de ese pasado que ella no ha querido dejar entrar en su presente.


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So, come on back and see






Y muchos años después volví a aquel sitio. Y ya no me pareció ni sombra de lo que había sido. El tío Sebastián ya sólo era un recuerdo amarillo; ni rastro de su risa, de su pecho peludo, de las jaulas que construía pacientemente cuando dejaba en paz a los bancales y se sentaba bajo la morera. 

— Toma, Joaquinico, esta jaula pa ti.
— ¿Pa mí?
— Sí, pa ti. Bueno, pa tu casa. Pa tos.
— ¿El jilguero también?
— Claro, pijo. Y qué fino hablas, jodío. Jilguero dice el payo... Eso es una cagarnera , de toa la vida de dios.

La tía Pura, la Panocha, ya no amasaba aquellos enormes panes nutricios que eran gloria bendita, ni hipnotizaba a sus gatos con su voz envolvente, de bruja buena. Y sus hijas, la Montse y la Damiana, ya no cosían todo el santo día en el almacén de la parte trasera de la casa, ni hablaban en voz baja y pícara del Ramón, el lechero, tan buen mozo y tan tímido... Y su hijo, el pequeño de la casa, mi amigo Paquito, ya no me enseñaba a pescar anguilas, ranas o culebricas de agua en los azarbes o en la acequia de cal Trino; ni me dejaba darle caladas a los celtas cortos que le birlaba a su padre, el tío Sebastián, y que compartía conmigo, escondidos los dos entre los cañales, mientras hablábamos de los muslazos que tenía la Purita, la del Cherro, y el par de tetas de la Carmela, la Moña.
Me quedé un buen rato mirando la casa, casi sin reconocerla. Era devastación y ruina, un montón de escombros por el que sólo pude ver reptar en una huida perezosa, a la bicha, un pedazo de culebra bastarda. Y para poder situarme allí, décadas atrás, entre sus habitantes, que eran como mi segunda familia, tuve  que cerrar los ojos... y abrir el arcón de las nostalgias.

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Carrer solitari




No era ya el mismo pueblo. Y fue por eso un paseo extraño, nostálgico, tan triste... No solamente me faltabais vosotros, que ya sois ceniza y pérdida suficiente como para poner patas arriba mi alma huérfana; es que me faltaban también la abuela Herminia,  la tía Dolores, cosida a su eterna máquina de coser, los primos "y demás familia"... la pandilla, el balido monocorde de las ovejas y el ladrido recio y guardián de los mastines, el olor a hogaza y huesos de santo de la tahona del Cleto, el rumor sosegado de los azudes del río y hasta el tañido de la campana, encorsetando sonoramente la vida en blanco y negro de todos nosotros. 
No era ya el mismo el pueblo, padre; no lo era, madre. Y al dar por acabada la caminata, hasta la copa de vino tinto que me sirvió, en lo que fuera la taberna de Tono, un mozalbete lleno de tatuajes y desidia, me supo amargo. Mucho. 

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